martes, 2 de junio de 2009

Invasión SMS

Jorge Moch


Hay excesos y hay colmos de excesos. La publicidad televisiva en México es tierra de excesos por antonomasia; el abuso es la norma y nadie parece tener intención de poner orden en el guacal simplemente porque la autoridad es una entelequia. Ya es un exceso detestable que los programas de la televisión abierta inserten forzosa publicidad en sus contenidos, es decir, ese momento odioso en que el fronterizo en turno, mientras berrea qué pasa en un encuentro de futbol o en una pelea de box, hace que platica con sus contertulios para salir con una memez perversa como: “n'ombre, compañeros, yo el pie de atleta que me traía por la calle de la amargura me lo quité con…”, y allí nos embute una marca de pomadas para los hongos de las patas, o un desodorante, o el anuncio de otro programa de la misma cadena, o el de un tinte para las canas. Imbécil. Ya es excesivo que una locutora zonza meta como parte del rosario de estupideces donde engarza la boda de Salma con los pleitos de cantina cutre entre esa o aquellotra mona de silicona y maquillaje, y con la visita de estotra a la virgencita de Guadalupe para agradecer que le dieron el papel en la telenovela con que amigas, fíjense que la nueva toalla sanitaria fulanita de tal viene con aroma a jazmines o qué tal, mire señora, cómo el nuevo detergente en gel arrasa con el cochambre de su baño (porque presuponemos, señora ama de casa veedora de estos programas vulgares, que es usted una marrana que nunca lava el escusado y que en cambio le ha de encantar ver todos los días ese negruzco cultivo bacteriano donde posa usted las nalgas).


Cochambre, eso es la televisión mexicana. Porquería. Caca. Pero entonces en la caca nacen gusanos, bichos asquerosos, la exacerbación de la inmundicia, y la podemos ver y padecer todos los días, en la forma de esos otros anuncitos en que cualquier imbécil artistilla nos aparece a cuadro y nos invita a marcar una clave numérica desde nuestro teléfono celular, lo que nos permite entrar en un sistema de venta por teléfono de cosas tan “útiles” como una foto suya o un tono para que nuestro teléfono lo reproduzca.

Los hay para todos los gustos. El de un tipo atorrante como cierto figurín de Televisa, de nombre Roberto Palazuelos y quien gusta de llamarse a sí mismo el “diamante negro”, hágame usted favor, porque el tipo mantiene un color ridículamente anaranjado o marrón en la piel, fruto, se infiere, de largas sesiones de bronceado artificial y harto maquillaje, y de quien según parece no se sabe ni que sea un actor de carrera, ni cantante, ni saltimbanqui ni nada que valga la pena ver, pero que ofrece desde el pedestal de su soberbia ridícula que quien marque numeritos y claves de rigor se puede ganar… ¿ganar?, una “cita íntima” con él. Guácala. O está, desde luego, la pornografía mustiamente disimulada de esos anuncios en que una vedetilla o encueratriz que sólo conocen quienes lean joyas del periodismo de espectáculos como tv Notas o vilezas similares, ofrece también fotos suyas, en traje de baño o lencería o, sospecho, en cueros. Allí también los que ofrecen fotos de “colegialas”, para que luego nos asombremos con las estadísticas de estupros, violaciones, abusos, acosos sexuales y embarazos en adolescentes en este país devorador de pornografía, pero habitado por millones de malcogidos y reprimidos sexuales. Eso, lo que hacen Palazuelos o las tipas en tanga, se llama proxenetismo, lenocinio, padrotería.

Hay otros, tantito menos perversos pero igualmente irritantes, como los de Brozo, el payaso –alguna vez célebre, simpático, incisivo, pero después horriblemente vendido al sistema político del que forman parte Televisa y tv Azteca– que interpreta Víctor Trujillo, o los que ofrecen jueguitos electrónicos para el teléfono o la participación en rifas y concursos de honestidad más que dudosa.

¿Y quién fiscaliza toda esta industria de la basura digital?, ¿quién investiga, regula, supervisa a las empresas promotoras de estos “servicios” que en no pocos casos son fachadas de las grandes firmas de telecomunicaciones? ¿Quién hace valer la ley en materia de contenidos?, pero más allá: ¿quién y con qué criterios, por qué o por cuánto ha otorgado licencia de operación a estos giros negros digitales?, ¿en qué benefician a este país de analfabetas funcionales?

Y todavía más preocupa –e indigna– pensar en algo tan elemental y perogrullesco que es esto: no existirían esas ofertas de basura y aire caliente si no hubiera una nutrida clientela, ávida de seguir consumiendo eso: caca.