jueves, 25 de febrero de 2010

El Himno


El Himno

I. México en 1853

La población de la capital no excedía del cuarto de millón de habitantes. Recordaba todavía la Ciudad de México a la Venecia indígena que Cortes había encontrado: por ejemplo, existía –según Payno—el llamado puerto de San Lázaro (donde hoy se asienta el congal del mismo nombre) y era ahí que descargaban las barcazas que traían verduras y otros productos que crecían en las orillas del lago. En tierra el comercio se movía con mulas, caballos, burros, bueyes, y el imprescindible “lomo de indio”.

La pobreza y la mugre eran generalizadas. La ciudad hedía a feces, tanto de animales como de humanos. Cuarenta años de desastres, guerras, y turbulencia política había empobrecido a la nación. No era este México la opulenta y elegante Nueva España que había conocido Humboldt. Sus palacios se mostraban tristes o de plano estaban en ruinas. Muchas de las construcciones todavía mostraban el impacto de los obuses yanquis.

Nubes de léperos pululaban por toda la ciudad. Las autoridades eran venales e ineficientes. Los vecinos acostumbraban a dormir con un alfanje o con un pistolon bajo la almohada pues los robos a domicilio eran comunes. Al amanecer era frecuente encontrar un muertito en el dintel de la puerta. El bandidaje cundía. En Río Frío una banda de facinerosos desplumaba a los viajeros. (Luego se descubrió que esta banda estaba encabezada y protegida por un coronel de la guardia presidencial.)

En general, los mexicanos de entonces eran muy católicos y conservadores. El calendario cívico se guiaba por las fiestas religiosas. Los mexicanos se despertaban con el llamado a misa y se acostaban después del toque del rosario. Cada pueblo aledaño a la capital (San Ángel, Coyoacan, etc.) celebraba la fiesta de su santo patrono. La celebración principal era la del doce de diciembre. En ese día el presidente en turno y todo su gabinete, escoltados por los batallones de la guardia presidencial iban en procesión por la calzada de los misterios hasta el Tepeyac.

La iglesia era la dueña de la mayoría de los edificios, casas, y vecindades. La puta de Babilonia era la principal casera y banquera. El arzobispo pagaba espías, asesinos, compraba políticos y jefes militares y conspiraba constantemente. En varias ocasiones la iglesia derrocó (ejemplo: el levantamiento de Canalizo) a mas de un “gobierno jacobino” que amenazaba con quitarle sus bienes.

Este era entonces el México de Madam Calderón de la Barca, de los Bandidos de Río Frío, del Fistol del Diablo, de Padierna, Churubusco y la Angostura, de los léperos, de los San Patricios, de los kepis de oso en la guardia presidencial, de los ejércitos de leva y de guerras y tratados que mutilaron la republica. Y si, este era el México de Antonio López de Santa Anna.

II. “Alguien Mas Cabrón Que Yo”

O! Santianna gain'd the day,
Heave away, Santianna!
He gain'd the day at Molly-Del-Rey.
All on the plains of Mexico

O! Santianna's men were brave,
Heave away, Santianna!
Many found a hero's grave.
All on the plains of Mexico!

¡O! Santa Anna triunfo
¡Jalad! ¡Santa Anna!
¡Se alzo triunfante en el Molino del Rey!
¡Todo en las planicies de México!

¡O! ¡Los hombres de Santa Anna eran valientes!
¡Jalad! ¡Santa Anna!
¡Muchos encontraron una tumba de héroes!
¡Todo en las planicies de México!

(Canto usado por los marinos británicos para levar anclas. Aparentemente la bravura de los mexicanos se reconoció en Europa. Desafortunadamente, Molino del Rey no fue una victoria mexicana.)

En 1853 el cojo, el quince uñas, el general presidente, el héroe de Tampico, Antonio de Padua María Severino López de Santa Anna y Pérez de Lebrón ya no era ni la sombra del beau sabre, compadre de Vicente Guerrero, militar masca vidrios, que había derrotado en Tampico al brigadier español Isidro Barradas arengando a los mulatos del Regimiento Ocho veracruzano en medio de un huracán. En 1853 Santa Anna era un viejo panzón de 59 años, cínico, sin ilusiones o ideales, que solo se interesaba en mantenerse en el poder hasta que “alguien mas cabrón que él lo saque”.

Santa Anna había salido huyendo después de la caída de la Ciudad de Mexico ante los yanquis. Acompañado de “una corta división” (su descripción de la fuerza que lo había acompañado a San Jacinto) intento todavía amagar a Puebla y así interrumpir las líneas de comunicación de Scott. El ataque a las líneas de comunicaciones yanquis, estrategia que hubiera tenido un efecto letal unos meses antes de ese fatídico septiembre de 1847, fracasó. Derrotado una vez mas, el general presidente intentó refugiarse en Oaxaca. El gobernador de esa ínsula, Juárez, le negó la entrada. Santa Anna nunca se lo perdonaría. Perseguido por los tejanos que lo querían linchar, Santa Anna logro embarcarse rumbo a Kingston, en Jamaica. Posteriormente se mudó a Turbaco, en Colombia.

En Colombia el cojo reprodujo la paradisíaca hacienda que había dejado en el Encero, afuera de Xalapa. Vivía como sultán, follando mulatas colombianas, y única obsesión era criar el mejor gallo de pelea posible. Pocos eran los periódicos que llegaban hasta Turbaco. Poco a poco el cojo se iba olvidando de México. Se llegó a reír de sus viejas ambiciones. Pero un buen día se presentó una delegación de conservadores. Ya se imaginaran el rollo. Era el viejo canto de sirenas al que el xalapeño había sucumbido una y otra vez. México lo necesita señor general. Usted, general Santa Anna, es el único que puede meter orden, igual que hizo usted apoyo a los polkos contra la chusma que quería tomar el oro de la santa madre iglesia (para comprar parque para combatir al invasor). Los gringos amenazaban con robarse más territorio, don Antonio. ¿Quién sino usted, señor general, el héroe de mil batallas, podría arengar a los mexicanos para defender a la patria?

Santa Anna acepto: “no se hagan ilusiones, señores. No voy a gobernar sino para mi beneficio y el de ustedes, el pequeño grupo de privilegiados que son los dueños de México. Eso quiere decir que voy a tener que tener bien cebadito al ejercito para que este dispuesto a partirle la jeta al que intente alzarse en mi contra. Y escuchen: no intenten traicionarme porque soy un gallo muy jugado y los voy a estar vigilando y se los hijos de la chingada que son (¿de que otra manera creen que se hubiera expresado un veracruzano?). Mi intención es seguir en la silla e hincharme de plata hasta que salga otro más cabrón que yo y me tumbe. Y aprovechen ustedes cabrones para hacer sus negocitos. Si les parecen bien mis condiciones me iré con ustedes. Si no, pues aquí seguiré echando panza hasta que Dios o el diablo me recojan.”

Los conservadores aceptaron sin chistar. Fue así como Santa Anna inicio su ultimo gobierno, una dictadura militar, apoyado por las bayonetas del ejercito y el dinero de los plutócratas. El resultado fue nefasto. Ineficiente y corrupto, el gobierno vivía al día, de préstamo en préstamo. Pronto ni los agiotistas fueron suficientes. No había ya dinero. Ni crédito. El ejercito dejo de recibir su paga. Los pretorianos empezaban a quejarse. Fue por eso que cuando los gringos hicieron la oferta de comprar el territorio de la Mesilla el dictador de inmediato acepto. Entraría dinero que dilapidaria en los palenques y podría mantener cebadito (y leal) al ejercito por un tiempo mas.

Un sentimiento de desesperación se empezó a sentir en todo México. La industria estaba paralizada. El comercio ya casi no existía. No había futuro para la patria. ¿Acaso se iba a vender pedazo a pedazo de territorio para seguir manteniendo al dictador y al ejército? ¿Cómo quitarse de encima a un gobierno fatuo, corrupto, que vendía la patria poco a poco pero que era sostenido por los pretorianos y contaba con el apoyo de las clases privilegiadas? Fue en este ambiente de derrota, de amargura, de desesperación, que nació el himno nacional.

III. Francisco y Guadalupe

Hijo de españoles, buen mozo, potosino, de familia acomodada, Francisco González Bocanegra tenía 29 años en 1853. Había incursionado en el comercio avalado por su familia y amigos de esta. Lo había hecho con tanto éxito que podía dedicarse ya, para 1853, enteramente “a las letras y la vida bohemia”.

Si como mencionan algunos, Francisco había estado entre los batallones de polkos que se alzaron contra Gómez Farias en el 47 no nos debe de sorprender dado que era se ajustaba al prototipo del señorito de buena familia que ahí militaba. Ciertamente el de los polkos fue un acto de traición: derrocaron al presidente en funciones, don Valentín Gómez Farias, mientras Scott acampaba afuera de la ciudad. Y esa traición fue hecha para que don Valentín, un rojillo peligro para México, no tocara el oro de la puta de Babilonia (para comprar el parque que ofrecían desembarcar unos ingleses por Alvarado). Sin embargo, los “niños bien” lavaron su afrenta cuando los batallones polkos (“los Bravos” y el “Independencia”) se portaron bizarros –digámoslo correctamente: con huevos—haciéndose matar en la defensa de Churubusco.

Pero en ese año de 1853 solo le interesaba una cosa a Francisco: su próximo matrimonio con su prometida, la hermosa Guadalupe González del Pino y Villalpando. “Tu, Francisco,” le había dicho Guadalupe al aceptar su oferta de matrimonio, “necesitas no solo una esposa. También necesitas una musa. Y las musas son amantes y a veces esposas. Considérame entonces tu musa, tu amante, y tu esposa, todo a la vez. Y debes saber que soy una musa exigente. Se que eres por naturaleza indolente y delicado, hasta flojo. Pero he leído tus escritos. Se que tienes mucho que dar, cosas que tal vez ni tu mismo te imaginas. Compones con facilidad. Dominas la técnica. Imprimes pasión en tus versos. La imaginación te sobra. Y tienes la sensibilidad de sobra. Repito, te voy a exigir, Francisco. Y tu me tienes que cumplir, como musa, como amante, y como esposa.”

Guadalupe era una joven no solo encantadora sino de talento e inteligencia natural. Su familia, lejanamente relacionada con los Bocanegra, había decaído. Su padre había muerto varios años antes. Y un hermano, el único varón, Ramiro, había muerto a raíz de las heridas con las que regresó de la Angostura. No había entonces muchas oportunidades para las mujeres de familias venidas a menos. A lo más que podía aspirar Guadalupe era a convertirse de dama de compañía de alguna de las mujeres de la aristocracia. El día que Francisco le ofreció matrimonio fue el día más feliz de su vida.

Se fijó entonces la fecha para la boda. Seria en unos meses más. Los Bocanegra echarían la casa por la ventana. La misa la oficiaría el mismo arzobispo Pelagio Labastida (el que eventualmente seria el enemigo implacable de Juárez), en catedral. Muy probablemente hasta asistiría el presidente.

Fue en esos meses previos a la boda, el 12 de noviembre de 1853, que salio la proclama firmada por el ministro de fomento, don Miguel Lerdo de Tejada (santannista de hueso colorado y hermano de Sebastian, el cual se unió a los juaristas) convocando a poetas y escritores para que presentaran “composiciones poéticas entre las que se seleccionaría la letra del himno nacional”. A Francisco le importó esto un cacahuate.

“Que bueno que viniste,” le dijo una mañana Guadalupe cuando Francisco se presentó en su domicilio. “Ven conmigo. Te tengo una sorpresa.”

Guadalupe lo guío hasta una habitación en el segundo piso de la vivienda.

“Esta es la habitación de Ramiro,” dijo Francisco reconociendo el lugar. En la pared colgaba todavía el sable de oficial y un cuadro con numerosas condecoraciones. En una esquina se encontraba un pendón patrio agujerado por la metralla de la artillería de Jefferson Davis.

“Si,” dijo Guadalupe viendo tristemente la cama. “Aquí murió mi hermano. Nunca se pudo recuperar. Regresó muy malherido. Agonizó por meses.”

“No entiendo,” dijo Francisco. “¿Cuál es la sorpresa de la que me hablabas?”

“Espera aquí, Francisco,” le dijo Guadalupe. “Ahorita regreso.” Y acto seguido la joven salio de la habitación y cerró la puerta tras de ella.

Unos minutos después Francisco comprobó que la puerta estaba cerrada por fuera. “¡Guadalupe! ¿Qué clase de broma es esta?”

“Te dije que era una musa exigente Francisco,” explicó Guadalupe. “Se que me arriesgo a que te enojes conmigo, tal vez a que reniegues en tu oferta.”

“¡No seas ridícula! ¡Te amo! ¡Déjame salir, Guadalupe! ¿De que se trata esto?”

“No Francisco, no te voy a dejar salir. En el escritorio hay papel, plumas, y tinta. También hay unas botellas de Rioja pues se muy bien que los poetas requieren vino para que lubricar las letras.”

“¿Qué voy a escribir? ¿Quieres mas versos de amor?”

“Si, quiero que escribas unos versos. Para el himno, el himno nacional.”

“¡Eso es inútil!”

“Francisco, no te voy a dejar salir sino hasta que me los escribas. Te dije que era una musa exigente. No se. Tal vez estoy loca. Si no lo haces por mi, hazlo por Ramiro. El te consideraba su amigo.”

“No se si pueda, Guadalupe.”

La voz de la joven se quebró. “En tal caso, no hay boda, Francisco. Te regreso tu oferta.”

Francisco suspiró. “Santo Dios, mujer, si te pones en ese plan, deja ver entonces que tienen dentro esas botellas.”

Las horas pasaron. Eventualmente Francisco pasó diez estrofas por debajo de la puerta. “Déjame salir ya, por amor de Dios, Guadalupe, no puedo escribir mas. Estoy vacío. Además, aquí hay adentro hay algo o alguien.”

Guadalupe le abrió la puerta. “Estas muy pálido. ¿De que hablas? Aquí no hay nadie mas.”

“No se, algo sentí, tal vez por ser el lugar donde murió tu hermano. O a la mejor es el vino.”

“¿El vino sirvió?”

“Definitivamente. Perdóname, creo que estoy borracho. Tíldame a loco. Mejor me voy a la casa.”

“No eres loco. Eres poeta y eres sensible a estas cosas,” dijo Guadalupe sonriéndole y besándolo. Guadalupe agitó alegremente las cuartillas. “Mandare hacer copias con los evangelistas en Santo Domingo y los llevare yo misma al ministerio de fomento.”

“No te hagas ilusiones, mi amor, dicen que hay otros veinticinco poetas que van a entregar cuartillas. Algunos son extranjeros. Seguro los van a preferir.”

“Pues peor para ellos,” dijo Guadalupe firmemente. “Los esfuerzos de esos señores extranjeros serán en vano. Tu eres mexicano y mil veces mas talentoso que todos ellos juntos.”

IV. Los Fantasmas de la Academia de Letrán

Unos días después del parto de las diez estrofas, ya que Guadalupe (acompañada por Francisco y de su nana, de ninguna manera iria una señorita de familia sola a una oficina de gobierno) había entregado estas en el ministerio de fomento, Francisco decidió presentar su obra en la Academia de Letrán, de la cual era miembro. Veamos que –o mas bien quienes eran—la “Academia de Letrán”.

Lo mas sencillo será pedirle a las almas o fantasmas de los hermanos Juan y José María Lacunza, fundadores de esta institución que nos den una visita guiada.

“La academia,” nos indica don José María, “como usted ve joven o jovencita que pierde el tiempo leyendo esto, es un hermoso edificio colonial asentado en el centro histórico de la Ciudad de México.”

“Fue un hospital de sangre durante la guerra contra los gringos,” apunta Juan. “Aquí se vinieron a morir un resto de infelices despanzurrados por la metralla gringa. Dicen que aquí espantan. Pero que voy a saber yo. Yo ya estoy difunto.”

“¡Pamplinas! No le haga caso a mi hermano,” continua don José María. “Si, es un edificio medio lóbrego y si tiene historias y aparecidos, como cualquier otor edificio asi de viejo en el centro. Vera, lo fundo el mismo virrey don Antonio de Mendoza con el nombre de Colegio de San Juan de Letrán.”

“El objeto del virrey era instruir a los hijos de los caciques indígenas para hacerlos buenos siervos de la corona,” dice Juan socarronamente. “Este don Antonio era un verdadero cabrón. Así podía tener a los indios controladitos. Ya ven que para que la cuña apriete tiene que ser del mismo palo.”

“Mi hermano divaga,” nos indica don José. “El caso es que colegio subsistió hasta después de la independencia. Yo era maestro de este colegio y decidí fundar una academia para fomentar las artes literarias. Sesionabamos en el plantel del colegio.”

Juan añade: “Era una buena excusa para que se juntaran nuestros amigos y libáramos de lo lindo, todo con el pretexto de que venerábamos las letras.”

“Bueno, si, lo admito, la mayoría de las veces era a Baco y no a las musas lo que mas venerábamos,” admite José. “Y la pachanga continuo hasta 1856, cuando empezó la guerra de reforma y todo se fue al carajo.”

“Si, para variar,” complementa Juan, “y es que a México a cada rato se lo cargaba el payaso en nuestros días.”

Démosle las gracias a los hermanos Lacunza y ahora invocamos al espectro de don Guillermo Prieto nos explicara en que consistían las sesiones de la academia.

“Bueno, si había mucho de libar. Y si, yo entonces era ‘pipa’ y acostumbraba a ponerme hasta atrás. Pero el asunto era serio. Cada que había inspiración un autor nos leía su obra y circulaba copias de su trabajo. Una vez leído o terminado, pues eso era como cuando cae sangre en una manada de tiburones. Cada uno pedía la palabra para explicar lo que considerábamos mal o defectuoso. ¡Éramos bien víboras! Pero el más manco ahí era malabarista. Y afortunadamente don José metía orden y nos guiaba en la critica para que no fuera puro viboreo a lo pendejo. El viejo don José sabía mucho. Con el menor pretexto te sacaba a pasear a Fray Luis de León o a Quevedo. También hablaba ingles y nos apantallaba con Byron y Shakespeare. Y nosotros, con tal de por lo menos meter las manos sacábamos a pasear a Goethe o Schiller o Dante o las barbas de Horacio y Virgilio.”

V. El Coro

En cuanto Francisco leyó el coro (“Mexicanos al grito de guerra…”) las manos de los académicos se alzaron de inmediato

“¡Señores!” dijo don José alzando la voz. “Las reglas son muy claras, dejemos que Francisco aquí acabe y luego lo decapitan.”

“Es que nuestro Roger de Lille entra muy gallito,” dijo Guillermo Prieto.

“No es Roger, es Rouget de Lisle,” corrigió don Manuel Carpio.

“Pos ese, el gabachito que cantó la marsellesa,” admitió Prieto.

“Deja que acabe el muchacho, Guillermo,” le conmino Ignacio Ramírez (el nigromante). “Ni siquiera lo dejas empezar.”

Juan Lacunza sacudió la cabeza. “Esto va a necesitar la melodía de un nuevo Haydn, igual que el Deutschland Uber Alles.”

“Todavía no esta musicalizado, ansina que no lo voy a cantar como el francesito,” respondió Francisco. “Tengo entendido que primero escogen el texto y luego lo van a musicalizar. ¿Puedo continuar?”

“Por favor, Francisco,” dijo don José, el decano del grupo.

“Gracias maestro…”

Unos minutos después Francisco termino. Prieto le pasó un vaso de ron. “Para que te des valor, muchacho, ahora viene lo mas cabrón.”

“¿Qué opinan, señores?” los convocó don Francisco.

“¡Dios nos agarre confesados!” se rio don Manuel Carpio.

Ramírez encendió un pitillo. “Muy belicoso. De entrada nos llama a partirnos la madre.”

“Pues si…” admitió Francisco.

“Carajos,” protestó Ramirez, “¡que acero ni que bridón teníamos a veces cuando nos enfrentamos a los pinches gringos! ¡Puros infelices indios de leva mal comidos y mal armados si acaso!”

“¡Pero con un gran general presidente!” se río con sorna Prieto.

“Por favor, señores, no metamos nuestras diferencias políticas aquí,” suplicó don José. “Respete al señor presidente don Guillermo por favor.”

Prieto eructó.

“Bueno, la verdad, ¿pos de que se espantan?” interpelo don Manuel Carpio. “Acuérdense de esto: ¡Aux armes, citoyens! Formez vos bataillons, ¡Marchons, marchons ! Qu'un sang impur ¡Abreuve nos sillons ! ¿Quieren belicoso y sangriento? Pues ahí esta la marsellesa.”

“Tradúzcame, don Manuel,” dijo Juan Lacunza. “Yo apenas si le hago al franchute.”

“Con gusto, don Juan,” dijo Carpio. “¡A las armas ciudadanos! ¡Formen el batallón y marchen! ¡Que la sangre impura riegue nuestros surcos! O sea, ¡asústame panteón!”

Ramírez alzo su mano. “Bueno. Le concedo el punto. Sin embargo, hay una cuestión fundamental en todo esto. Creo que todos la adivinan ya. Y es que, carajos, ¿no debería mas bien empezar diciendo ‘esclavos al grito de guerra’? Después de todo, ¿nos merecemos esta patria y este himno si todavía no somos libres?”

Don José se interpuso. “El compañero Ramírez ha puesto el dedo en la llaga. Aun cuando yo soy santannista no voy a negar que don Antonio gobierna con pretorianos y estamos muy lejos de ser libres. Les voy a pedir que dejemos ese punto hasta el ultimo y les agradecería si me hacen tal merced. Avoquémoslos a desglosar este texto por el momento.”

“Por mi no hay bronca,” accedió Prieto.

“Dejemos entonces ese punto por la paz, don José,” dijo el nigromante. “Pero antes de continuar, dígame, Francisco, usted se dirige a una audiencia mixta, ¿verdad?”

“En efecto, don Ignacio, me dirijo a los mexicanos y también a la patria misma.”

“¿Y por que no solo a los mexicanos?” preguntó Carpio. “Digo, la marsellesa es una arenga ciudadana exclusivamente: allons les enfants de la patrie.”

“La patria es tan importante como el conjunto de los ciudadanos, creo yo,” respondió Francisco.

“¿Hay diferencia entre los dos?” pregunto Juan Lacunza.

Prieto interrumpió: “Si no la hay, don Juan, ¿Qué parte de la patria son los léperos? ¿Los juanetes? ¿El culo?”

“Señores, por favor…” los conmino don José.

“Pos tal vez si son la misma cosa. Yo no se. Le hablo a los dos como entidades distintas. Tal vez ese es nuestro problema. No nos sentimos como parte integral de una sola patria. Y creo que hemos perdido el rumbo. Hemos sido muy egoístas. Nuestras divisiones y rencillas la han dañado. Lo principal aquí es la patria. Tengo, si, que arengar a los mexicanos, si. Con ellos se empieza y con la patria se acaba.”

VI. Primera Estrofa

“Si creen que esto es belicoso, señores,” dijo don José, “miren la primera estrofa. Se le pide a la patria que se ciñe la guirnalda de oliva de la paz, ¿verdad?”

Francisco encendió su pipa. “Si, maestro. Las guirnaldas de olivo se las ofrece el arcángel divino. Rima con destino.”

“¿Y que carajos tiene que ver Dios y su pinche dedo con todo esto?” objetó el nigromante, el cual era un notorio come curas.

“Se ve que no aprendiste tu lección, Ignacio,” se rio Prieto. “El arzobispo casi te quemó con leña verde cuando afirmaste en la tribuna de la cámara de diputados que Dios no existía.”

“Bien, señores,” explicó Bocanegra, “yo pienso que el destino de México no es desangrarse en guerras pendejas. Su destino es ser grande, libre, independiente, y vivir en paz. Para mí, eso esta escrito allá arriba. Y si no lo esta, lo debería estar. Lo afirmo como poeta, si, ¿y que? Y es que si a alguien no le parece bien eso, que vaya y que le reclame al mismo Dios, carajos. Mientras, aquí abajo tendrá que lidiar con los hijos de la patria, los cuales todos son soldados dispuestos a pelear por ella.”

“¿Alguien tiene bronca con esto?” preguntó Carpio.

“No esta mal, no esta mal,” dijo Prieto a regaña dientes.

“Bien, sigamos,” concluyó don José.

VII. Segunda Estrofa

“Le voy a pedir, señor Bocanegra, relea por favor la segunda estrofa,” pidió Carpio. “Como poeta creo que es la mas acabadita. En otras palabras, creo que es chingona.”

“En sangrientos combates los vistes…”

“O sea, ahí usted le habla a la patria,” dijo don José.

Bocanegra asintió con la cabeza y continuo: “…por tu amor palpitando sus senos, arrostrar la metralla serenos, y la muerte o la gloria buscar…si el recuerdo de antiguas hazañas de tus hijos inflama la mente, los laureles de triunfo tu frente, volverán inmortales a ornar…”

El nigromante aplaudió quedamente. Pero Prieto sacudió la cabeza.

“¿Qué le parece mal Guillermo?” preguntó don José.

“Carpio tiene razón. Técnicamente, es perfecto. Sin embargo, yo vide morir a los del San Blas, al pie del cerro. Carajos, nadie esta sereno cuando la metralla cae como granizo. Además, chingaos, la mitad del San Blas había desertado la noche anterior.”

“A ver, cuéntenos eso, don Guillermo,” dijo Carpio rellenándole el vaso a Prieto. “¿Cómo estuvo el baile? Usted estaba asignado al estado mayor del cojo, ¿verdad?”

“Pues si. El general Rincón es mi compadre. Bien, el coronel Xicotencatl tenia 600 del San Blas el 12 de septiembre. Esa noche se pelaron 300.”

“¡Perfecto!” sonrío Juan Lacunza. “Trescientos es el numero ideal para esos menesteres de hacerse matar heroicamente. No sabía que ese era el número de los del San Blas. Carajos, la de poemas que les podemos hacer ahora que sabemos que eran 300 cabrones en el San Blas.”

“No chingue don Juan,” dijo Prieto sacudiendo la cabeza. “Esos pobres cabrones del San Blas en su triste vida habían oido de Esparta,” dijo Prieto con amargura. “Dicen que los perros escarban sus huesos entre los ahuehuetes. Naiden les dio cristiana sepultura siquiera.”

“¡Pero se hicieron matar con muchos huevos!” insistió Lacunza.

“¿Para que?” preguntó Prieto cubriéndose la cara y temblando. “Arriba del puto cerro solo estaba don Nicolás Bravo y unos chamacos pendejos. Se les fue encima toda la puta división de Pillow. ¡Diez mil gringos hijos de la chingada, veteranos, perfectamente armados, con oficiales profesionales! Digan lo que digan, señores, el cojo dejo a mi coronel Xicotencatl colgado de la brocha. Y yo lo tuve que todo a través de un catalejo mientras lloraba de rabia e impotencia. ¿Cuál es la puta gloria de eso?”

El nigromante levantó su vaso y se paró ante Prieto. “La gloria es amar a la patria a pesar de los cojos hijos de la chingada que te dejan colgado de la brocha, de que una puta división entera de gringos se te viene encima, de que no has comido en tres días, de que tu fusil casi no tiene parque y que tal vez ni lo sabes disparar porque te levantaron de leva solo una semana antes, de que tu puta causa no tiene esperanzas, de que a retaguardia solo te apoyan unos chamacos pendejos, de que te estas cagando de miedo pero aun ansina no has desertado tus filas. Esa, Guillermo, fue la gloria de esos pobres cabrones del San Blas, ¿o no lo cree usted así señor Bocanegra?”

Bocanegra respondió con voz trémula. “Confieso señor Ramírez que no estaba pensando en el San Blas cuando escribí esto aunque creo que si se aplica. Estaba pensando mas bien en las divisiones de Pacheco y Lombardini en la Angostura.”

“¿Estuvo usted en la Angostura señor Bocanegra?” preguntó don José.

“No, maestro, pero cuando escribí esas líneas, bueno, la verdad es que había bebido demasiado. Tuve una visión en el lugar donde lo escribí. Cosas que, ya estando yo borracho, me mostró un muertito muy querido. Vide un breñal del norte y unos cerros empinados y secos, un puto frío de la chingada, y a la gente esa, puro indio de leva que no había comido y apenas sabían usar su fusil, subiendo esos cerros a base de puros huevos, entre un huracán de metralla, sin romper filas.”

“Ansina dicen que fue,” respondió Prieto. “Yo no le crei al parte que dio el cojo, que según esto la gente de Pacheco y Lombardini rompieron el centro de la linea gringa, ya viden lo hablador que es ese cabrón. Carajos, ni la vieux garde rompió el centro de la línea británica en Waterloo.”

“No dudes de lo que cuentan los muertos Guillermo,” dijo el nigromante.

“Bien, San Blas o Pacheco y Lombardini, creo que esta estrofa es brillante, señor Bocanegra,” concluyó Carpio. “Y aquí todos semos poetas y oímos cuando nos hablan los muertos, ¿o no? Ahora explíqueme lo de recordar las antiguas hazañas.”

“Después del 47 hay mucho que quisiera mas bien olvidar,” admitió Prieto.

“Hay muchas exigencias al oyente, ¿no creen?” apunto Juan Lacunza. “No solo tienen que defender la patria sino también recordar su historia.”

“Nuestra historia es lo que nos hace mexicanos,” empezó Bocanegra. “Digo, estaba yo viendo este mismo edificio. Las piedras de los basamentos tienen labrados jeroglíficos indios. Encima esta el ladrillo español y acaba con los elegantes capiteles que le puso don Manuel Tolsa en el albor de la independencia. Olvidar nuestra historia seria como quitar una de esas piedras. Todo el edificio se vendría abajo o se vería mal.”

“Pero es un condicionante,” apuntó Carpio. “SI recuerdan esas antiguas hazañas, SI no la olvidan, solo entonces la patria se ornara con laureles de gloria.”

“Pos entonces lo primero que debe hacer todo tirano que mal gobierne a México es tener bien pendejos a los mexicanos para que no recuerden su historia,” dijo Ramírez.

“Exactamente,” afirmó Bocanegra. “Yo no se que pasara de aquí a cien o 200 años. Pero tienen ustedes razón. Si, les impongo una condición muy onerosa a los mexicanos que nos seguirán: que recuerden quienes son, que no se olviden de lo que sus abuelos han hecho. Si nos olvidamos de nuestra historia mas fácil nos va a mantener de esclavos.”

VIII. Tercera Estrofa

“A ver…” dijo don José, “un rayo tumba la encina…la discordia desaparece…ya no debemos de andar matándonos entre hermanos…si tomamos el acero que solo sea para defender la patria. Buenos deseos, creo yo.

“¡Por supuesto!” dijo Ramírez con sorna. “Digo, don Francisco, no es por nada, ¿pero usted es santannista verdad?”

“Pues si, señor Ramírez, mi padre estuvo entre los que fueron a Turbaco a pedirle al cojo que regresara. ¿Qué con ello?”

“Pos nada,” dijo Ramírez, “pero entonces el pedir concordia y unión es algo natural. Digo, cuando un partido tiene el sartén por el mango lo que menos quiere es que hayan broncas, ¿no?”

“No creo justo impugnar al compañero don Francisco por su persuasión política,” dijo don José. “Debemos juzgar su obra por su valor artístico.”

“Yo no tengo bronca con don Francisco,” dijo Prieto. “Y me atrevo a pensar que don Ignacio tampoco. Pero si vamos a entender este texto hay que ver que lo motiva.”

“Repito,” dijo Francisco, “creo que nuestras rencillas internas solo nos debilitan ante el enemigo externo. Los buitres gringos están al acecho. Con gusto nos verían acuchillarnos entre si para entrar a recoger los despojos.”

“¿Cómo cuando se alzaron los polkos?” preguntó Ramírez.

“Placate, Ignacio,” le conmino Prieto.

“¡Válgame Dios, señor Ramírez!” protestó Bocanegra. “¿Y usted quería que siguiera al mando ese radical de Gómez Farias? ¡De la que nos salvamos! Afortunadamente el señor general Santa Anna regresó y metió orden en la capital y evitó que la chusma vaciara los templos.”

“¡Gómez Farias queria comprarle parque a los ingleses con ese oro!” contestó Ramírez. “¿Por qué cree que cayó Churubusco? ¡Fue por que faltó ese parque!”

“Se muy bien por que cayó el punto,” contestó Bocanegra. “¡Puta madre! Yo estuve ahí, al servicio del general Rincón. Y créame, no fue por falta de huevos. Si usted cree que ese fue el motivo, pos estoy a sus ordenes.”

“Usted me dice el lugar y la hora,” le contestó Ramírez.

Carpio se interpuso entre los dos hombres. “Apláquense, carajos, ¿para que tanto brinco estando el suelo tan parejo? ¡Me lleva! Sugiero se tomen unos minutos, por favor, señores. Esto va a acabar como rosario de Amozoc, chingaos. ¡No es para tanto!”

“Carpio tiene toda la razón,” dijo don José. “Juan, por favor llévate al patio a don Francisco. Y usted, don Guillermo, llévese por favor un momento a don Ignacio.”

“Ja! Ja!” se río Prieto. “Me recuerda cuando el viejito don Andrés Quintana Roo, que en paz descanse, casi me agarra a bastonazos cuando leí los versos que me inspiraron mis musas callejeras.”

“Congaleras, mas bien,” aclaró don José.

IX. Cuarta Estrofa

Los académicos de Letrán se volvieron a reunir después de unos minutos. Los ánimos ya se habían calmado y Bocanegra y Ramírez hasta se dieron un abrazo.

“Bien,” dijo don José llamando al orden. “Vamos a continuar. La cuarta estrofa, yo creo, es, por lo menos, problemática. Y eso que soy santannista.”

“Ya lo he dicho,” empezó Bocanegra. “Mi familia lo es. Yo también. ¿Y que?”

“Bueno, con tal de mantener la paz, me avocare tan solo a hacer notar algunos puntos técnicos,” dijo Ramírez.

“Acepto su critica entonces,” dijo Bocanegra.

“Por principio,” apuntó Ramírez, “el único cabrón que recuerdo de Cempoala es el cacique gordo ese que recibió a Cortes. Y no creo que tuviera algo de guerrero inmortal. Creo que ni podía caminar por lo bofo.”

“Yo soy veracruzano y conozco bien al cojo,” dijo Carpio. “Nació allá en Xalapa el cabrón. Aunque les concedo que Cempoala está tras lomita. A la mejor a su mamacita se le rompió el agua pasando Cempoala y lo vino a parir llegando a Xalapa. Y no se si lo han visto últimamente. Con eso de que casi no puede caminar por cojo se ha puesto rete gordo. Se trajo de cocinera a palacio una mulata jarocha que tiene un sazón divino y le hace tamaliza todos los días. Chingaos, yo estoy dispuesto a hacerle unos versos donde lo comparare con el mismo Cid Campeador con tal de que el cabrón me invite a cenar.”

“Pos perdónenme,” dijo Prieto, “pero yo solo me puedo cagar de risa con lo que escribió don Francisco…les leo: ‘…él será del feliz mexicano en la paz y en la guerra el caudillo, porque él supo sus armas de brillo circundar en los campos de honor…’”

Juan Lacunza levantó la mano. “Eso del brillo me recuerda algo. Oigan, ¿será cierto eso que afirma Payno, que uno de los coroneles de la guardia presidencial, el que le dicen ‘El Relumbrón’, es en verdad el que esta al mando de los bandidos de Rio Frio?”

“No lo dude,” contestó Ramírez. “Ese cabrón siempre porta trajes de charro recamados con plata. Y con eso de que el cojo quiere combatir la inseguridad y el bandidaje le ha dado muchas alas al ejército. Hay piquetes de soldados por todas partes pero nunca agarran a ningún bandido. O de plano los sardos están muy pendejos o tienen alguien dentro del gobierno que les da pitazos.”

“Será el sereno pero el caso es que don Francisco le esta haciendo la barba al cojo,” dijo Prieto.

“¡Espérense compañeros!” interrumpió Juan Lacunza. “Díganme, honestamente, ¿ustedes no creen que los otros 25 cabrones que han escrito textos para el concurso no le echan flores también al cojo? Dejen que don Francisco haga su luchita, carajos. Además, ninguno de ustedes puede aventar la primera piedra. ¿Cuántas veces hemos recibido chayote del gobierno para hablar bien de este? (Nadie se atrevió a ver a Juan Lacunza de frente.) ¿Ah verdad?”

“Es que el hambre es cabrona,” admitió Carpio.

“Bien, dejemos esta estrofa por la paz,” dijo don José. “Se entiende lo que hacia el compañero don Francisco y no somos nosotros los indicados para darnos baños de pureza. Buena suerte, don Francisco. Continuemos.”

X. Quinta Estrofa

“Mas belicosidad. Guerra y guerra por todos lados,” dijo Ramírez dándole un manotazo al escrito. “En fin, ya le concedí al señor Carpio que la marsellesa es igual de belicosa. Muy buena técnica la suya, por cierto.”

“Ojala que el compositor le meta unos buenos tamborazos aquí,” dijo Carpio.

“Continuemos,” concluyó don José.

X. Sexta Estrofa

“Pos ya lo dije antes,” abrió Carpio. “Que Dios nos agarre confesados.”

Don José volvio a leer la estrofa: “…antes patria que inermes tus hijos bajo el yugo el cuello dobleguen, tus campiñas con sangre se rieguen, sobre sangre se estampe su pie. Y tus templos, palacios y torres se derrumben en horrido estruendo, y sus ruinas existan diciendo: de mil héroes la patria aquí fue…”

“Horrido estruendo fue cuando estalló el arsenal en Churubusco,” afirmó Juan Lacunza. “Carajos, todo el parque que teníamos de reserva se hizo humo en segundos. Mi general Anaya quedo todo quemado. Todavía hoy no le han crecido las cejas. Por eso le contesto enchilado al gringo que si hubiera habido parque no estaría entregando el punto.”

Ramirez sonrio. “Yo tambien me persignaria pero no soy creyente. No contento don Francisco con imponerles graves obligaciones a los mexicanos tambien le conmina a la misma patria a que sea cruel e implacable y que acceda a todos esos desastres.”

“¡Válgame Dios!” se lamentó Prieto. “Esta no es una suave patria…hmm…esa imagen tiene posibilidades…suave patria…suave patria….en fin, decía, esta no es una madre amorosa. ¡Esta es una mujer de Esparta diciéndole a sus hijos que regresen victoriosos o que si no que pudran en el campo de batalla los hijos de la chingada! ¡Esta es la loba que amamantó a Romulo y Remo!”

“Perdónenme, compañeros,” dijo Francisco, “pero si me he ido al extremo es porque conozco muy bien al enemigo externo que nos acecha, el yanqui codicioso y ladrón. Y sabe Dios que enemigos tanto internos como externos van a enfrentar los mexicanos del futuro. Por eso, compañeros, es que soy completamente intolerante y es que demando que si México va a caer ¡que solo conquisten ruinas los hijos de la chingada! La patria no se rinde, ¡se defiende hasta lo ultimo!”

“Oiga, don Guillermo hablando de espartanos,” dijo Juan Lacunza, “¿no le recuerda esto a Licurgo?”

“¿El espartano? Si,” contestó Prieto. “Les impuso leyes iguales de draconianas a los espartanos. Pero el oráculo de Apollo le dijo que solamente si se sometían a estas los espartanos serian grandes.”

“Pos yo estoy muy viejo para andar haciendo gimnasia encuerado en pleno invierno como esos cabrones,” dijo Carpio.

Ramírez volvió a prender su pipa. “Saben, tal vez si el cojo hubiera quemado la Ciudad de México como lo describe aquí don Francisco los gringos se hubieran arrugado.”

“Eso hicieron los rusos con Moscu cuando se presentó Napoleón,” afirmó don José. “El quemar la ciudad hubiera tal vez fortalecido nuestro animo.”

“Pero pos en septiembre no hay nieve aquí como en Moscu,” dijo Juan Lacunza. “Tal vez en diciembre, y eso en el Ajusco.”

“¡Ay señores! El hubiera no cuenta,” les apuntó Prieto. “Me temo que después de Chapultepec nomas ya no teníamos animo para continuar. Fueron demasiadas putizas, una tras otra, carajos.”

“De ahí tal vez el valor de esta estrofa,” observó Ramírez. “El pueblo que la canta y que la recuerda será un hueso mas duro de roer. Felicidades, don Francisco. Creo que entiendo su intención.”

“Bien, continuemos,” concluyó don José.

XI. Séptima Estrofa

“Párele ahí, señor Bocanegra, objeto a lo de la sacra bandera de Iturbide,” dijo Carpio.

Ramírez levantó los brazos. “Pero pos si fue ese cabrón el que escogió los colores patrios, ¿o no?”

“Espérese don Ignacio,” le conmino Carpio. “No niego que Iturbide tuvo vela en el entierro Pero, vera, yo soy animal de tierra caliente y he recorrido Chilpancingo, Acapulco, y todos esos lugares perdidos. Hasta he estado en Acantempan. En primera, ¿Por qué creen que ese cabrón de Iturbide busco a Guerrero?”

“Eso yo lo se,” contestó don José. “Me lo contó don Andrés Quintana Roo que presencio todos esos hechos. Iturbide no era pendejo. El gachupin Novella había recién llegado con once regimientos de veteranos de la guerra napoleónica. Iturbide nomas no iba a poder enfrentarse con el ejercito virreinal contra esos cabrones.”

“En efecto,” afirmó Carpio. “Los únicos cabrones que eran entrones y que no le tenían miedo a los españolitos eran los pintos de Guerrero. Les perdieron el respeto cuando el gran Morelos humillo a los asturianos en Cuatla. Iturbide los iba a mandar por delante, a sangrar y debilitar a los peninsulares, y luego iba a ver si con su gente podía acabar el trabajito.”

“Hubiera sido eso otra carnicería,” les explicó don José, “y la ya de por si destruida Nueva España se hubiera acabado de ir al carajo. Don Andrés logro convencer al recién llegado virrey, don Juan de Odonoju, que nomás iban a conquistar las ruinas a las que Francisco se refiere en la estrofa anterior. Claro, tanto don Andrés como don Juan pos eran hermanos masones…perro no come perro…según relata don Andrés, fue el mismo Novella el que arrío por ultima vez la enseña española del palacio de los virreyes. Gracias a Dios se fue con todo y su ejercito.”

“¿Pero y que con los colores patrios?” insistíos Ramírez.

Carpio se rió. “Ignacio, date de santos que no era tiempo de mango, si no, la enseña seria amarilla.”

“¿Amarilla?” preguntó Prieto incrédulo.

Carpio sonrío. “Es que según me contó un negro que anduvo en la bola, después de que se abrazaron Iturbide y Guerrero pos don Chente invitó a Iturbide a que compartieran una…¡sandia! Cuando llego la platica a que bandera usar en común pos la sandia los inspiro y de ahí salio lo del rojo, blanco, y verde.”

“¡No chingue!” exclamo Prieto.

“¡Por esta cruz!” juro Carpio.

“Bien, dejemos esta estrofa por la paz,” dijo don Josef a manera de conclusión.

XII. Octava Estrofa

“Pos parece que nadie tiene objeción con esta estrofa,” dijo don José. “¿Podría explicarnos que lo inspiro a inscribirla? Describe el regreso de un guerrero para recibir la gratitud de su familia, ¿verdad?”

“Es lo que hubiera yo querido para un buen amigo,” explicó Bocanegra. “Verán, el hermano de mi prometida, Ramiro, apenas un muchacho, fue hecho teniente en la división de Pacheco. El muchacho con muchos huevos plantó la enseña patria en medio de la línea de los cañones que le capturaron a Jefferson Davis en la Angostura. Pero lo bajaron cocido por la metralla. Todavía logro regresar a la casa de su familia pero nunca se recupero. Murió después de una larga agonía.”

El nigromante le pasó un vaso. “¿Fue la visión que tuvo, verdad?”

“Si, mi prometida me hizo escribir esto en la recamara del muchacho. Este texto es parte homenaje a él.”

“C’est la guerre,” concluyó Carpio.

“A la salud de Ramiro,” dijeron todos levantando sus vasos.

XIII. Novena Estrofa

“Cada que veo la cara de Miguel Lerdo de Tejada casi no me aguanto las ganas de mentarle la madre,” dijo Ramírez. “Y su estrofa me hace recordar por que.”

“¿Y eso por que? Don Miguel es buen amigo mío y es ministro de fomento del señor presidente. Es mas, ¡él es el que emitió la proclama para este concurso!” protestó don José. “Leo aquí: ‘…y el que al golpe de ardiente metralla de la patria en las aras sucumba obtendrá en recompensa una tumba donde brille de gloria la luz…Y de Iguala la enseña querida a su espada sangrienta enlazada, de laurel inmortal coronada, formara en su fosa la cruz…’”

“Pos es que me recuerda, otra vez, al San Blas,” explicó Ramírez.

“Ah, te tiene enchilado lo del banquete,” observó Prieto.

“¡A huevo!” exclamó Ramírez. “Unas semanas después, mientras los del San Blas se pudrían entre los ahuehuetes, sin tumba donde brille ninguna luz ni una chingada, Miguel Lerdo de Tejada y otros cabrones…”

Bocanegra se aclaró la garganta.

“Bueno, sin animo de ofender a nadie,” continuo Ramírez, “pero el caso es que los señores magnates le ofrecieron un banquete al mismo Winfield Scott ahí por el rumbo de Chapultepec. ¡Y ahí le ofrecieron que si se quedaba con su ejercito en México lo iban a apoyar para que asumiera la presidencia!”

Bocanegra lo encaró: “créame, don Ignacio, yo no haría tal cosa, pero no soy responsable de lo que hagan mis familiares. Entiendo bien por que no masca usted a don Miguel.”

“Le afirmo entonces abiertamente, señor Bocanegra, que de continuar la presente situación, con un grupito de fulanos privilegiados que apoyan al cojo, tarde o temprano tendremos otra guerra. Y esta vez será una guerra civil. Y todas esas cosas bonitas que ha escrito que los hermanos ya no se maten entre ellos no van a valer el papel en que están escritos.”

“Dios quiera que no sea así,” dijo don José. “Continuemos, señores.”




XIV. Décima Estrofa

“¡Bravo!” aplaudió Carpio.

“No hay mas que añadir,” afirmó Ramírez, “es genial.”

“Insistente…machacante…” dijo Prieto, “casi se oyen los tamborazos.”

“Va a ser con banda de guerra, Guillermo,” explicó Juan Lacunza, “pero una de esas bandas municipales de Sinaloa tendría los tamborazos que demandas.”

“Bien, señores, toquemos el punto álgido entonces,” ofreció don Josef. “¿Merecen los mexicanos este himno? Denme sus comentarios a manera de conclusiones.”

“Sugiero que nos pleguemos a lo que concluya don Ignacio,” ofrecio de buena manera Bocanegra.

“Se agradece la confianza,” respondió Ramírez. “Bien, yo diría que este texto son una serie de demandas, exigencia, hechas a los mexicanos y a la patria misma. Los primeros deben de ser belicosos e implacables. Y la patria, aunque coronada con las guirnaldas de olivo de la paz, debe estar dispuesta a ser cruel y gastar como agua las vidas de sus hijos. Por otra parte, la grandeza de la patria no esta en el acero o en el bridón sino en su destino, de orden y progreso, y este esta escrito ya en el mismo cielo. Solo si recordamos ese destino, recordando nuestra historia, los laureles de gloria volverán la frente patria a orlar.

¿Qué si son merecedores los mexicanos de este himno? Después de todo, somos hoy una nación de esclavos, tanto esclavos por los pretorianos que nos reducen a esa condición como por el oscurantismo de la iglesia que mantiene al pueblo ignorante y pendejo. Perdónenme, se que algunos de ustedes no comulgan con esas ideas pero así es como lo veo yo. Somos esclavos de la soldadesca y de los curas. Y quien sabe si seguiremos siendo esclavos de esos mismos cabrones de aquí a cien o 200 años. Y bien sabemos que los esclavos no tienen patria: tienen amo.

Bien, los mexicanos se merecerán este himno en la medida en que son como los describe don Francisco, inflexibles e intolerantes ante cualquier afrenta y enemigo que injuria a la patria. Solo un hombre libre puede ser de esa manera. ¿Quieren dejar de ser esclavos los mexicanos? Pues vuélvanse ansina de cabrones como los describe don Francisco, dispuestos a agarrar el acero y el bridón a la menor ofensa a la patria.

Y si, hay extraños y no tan extraños enemigos ofenden con tan solo mancillar el suelo patrio. ¿Y saben quienes son? Son los que venden, mutilan, humillan a la patria, los que la roban, le mienten, la endeudan, los que injurian y reprimen con su tirania a sus hijos, los que se burlan y desprecian lo mexicano y a los mexicanos para favorecer al extranjero.

¡Ay de los mexicanos! Los conocemos muy bien a esos hijos de puta. Quitamos uno y otro se alza, cual cabeza de hidra. Pero este texto será, creo yo, si su significado ‘inflama nuestra mente’ como escribió don Francisco, el que nos mantendrá serenos bajo la metralla mientras les hacemos guerra, guerra, en montes y valles a esos cabrones. Y si esos desgraciados triunfan, ¡que reinen sobre las ruinas carajos!, ¡que no les aproveche su crimen!

Felicidades, don Francisco, Dios quiera que usted gane el concurso y que este texto sea estudiado, discutido, y cantado por las generaciones que vienen.”

FIN

Versión Original del Himno Nacional Mexicano

Coro
Mexicanos, al grito de guerra
El acero aprestad y el bridón,
Y retiemble en sus centros la tierra
Al sonoro rugir del cañón.
Estrofas
I
Ciña ¡Oh Patria! tus sienes de oliva
de la paz el arcángel divino,
que en el cielo tu eterno destino
por el dedo de Dios se escribió.

Mas si osare un extraño enemigo
profanar con su planta tu suelo,
piensa ¡Oh Patria querida! que el cielo
un soldado en cada hijo te dio.

II
En sangrientos combates los viste
por tu amor palpitando sus senos,
arrostrar la metralla serenos,
y la muerte o la gloria buscar.

Si el recuerdo de antiguas hazañas,
de tus hijos inflama la mente,
los laureles del triunfo, tu frente,
volverán inmortales a ornar.

III
Como al golpe del rayo la encina
se derrumba hasta el hondo torrente
la discordia vencida, impotente,
a los pies del arcángel cayó.

Ya no más de tus hijos la sangre
se derrame en contienda de hermanos;
sólo encuentre el acero en sus manos
quien tu nombre sagrado insultó.

IV
Del guerrero inmortal de Zempoala
Te defiende la espada terrible,
Y sostiene su brazo invencible
tu sagrado pendón tricolor.

Él será del feliz mexicano
en la paz y en la guerra el caudillo,
porque él supo sus armas de brillo
circundar en los campos de honor.

V
¡Guerra, guerra sin tregua al que intente
de la patria manchar los blasones!
¡guerra, guerra! los patrios pendones
en las olas de sangre empapad.

¡Guerra, guerra! en el monte, en el valle,
los cañones horrísonos truenen
y los ecos sonoros resuenen
con las voces de ¡Unión! ¡Libertad!

VI
Antes, Patria, que inermes tus hijos
bajo el yugo su cuello dobleguen,
tus campiñas con sangre se rieguen,
sobre sangre se estampe su pie.

Y tus templos, palacios y torres
se derrumben con hórrido estruendo,
y sus ruinas existan diciendo:
de mil héroes la patria aquí fue.

VII
Si a la lid contra hueste enemiga
nos convoca la tropa guerrera,
de Iturbide la sacra bandera
¡Mexicanos! valientes seguid.

Y a los fieros bridones les sirvan
las vencidas enseñas de alfombra:
los laureles del triunfo den sombra
a la frente del bravo adalid.

VIII
Vuelva altivo a los patrios hogares
el guerrero a contar su victoria,
ostentando las palmas de gloria
que supiera en la lid conquistar.

Tornáranse sus lauros sangrientos
en guirnaldas de mirtos y rosas,
que el amor de las hijas y esposas
también sabe a los bravos premiar.

IX
Y el que al golpe de ardiente metralla
de la Patria en las aras sucumba
obtendrá en recompensa una tumba
donde brille de gloria la luz.

Y de Iguala la enseña querida
a su espada sangrienta enlazada,
de laurel inmortal coronada,
formará de su fosa la cruz.

X
¡Patria! ¡Patria! tus hijos te juran
exhalar en tus aras su aliento,
si el clarín con su bélico acento
los convoca a lidiar con valor.

¡Para ti las guirnaldas de oliva;
¡un recuerdo para ellos de gloria!
¡un laurel para ti de victoria;
¡un sepulcro para ellos de honor!