MÉXICO, D.F., 12 de abril.- Para frenar un cotejo desproporcionado, mi abuela recitaba una estrofa popular: “¿Cómo quieres comparar/ un charco con una fuente?/ Sale el sol, se seca el charco/ y la fuente es permanente”. En vez de guiarme en este caso por el consejo de doña María de los Ángeles, he preferido atenerme, como lo hago en esta materia inveteradamente, a la arenga musical de León Greco: “si un traidor puede más que unos cuantos/ que esos cuantos no lo olviden fácilmente”.
La materia, acuosa, repulsiva de la que no me olvido se llama Regino Díaz Redondo. Lo traigo a estas páginas –si me poseyera un ánimo tremendista diría que las ensucio con su nombre– por una casualidad: en el breve término de cuatro días aparecieron en revistas mexicanas sendos textos de dos notorios, por razones encontradas, exdirectores de Excélsior. No tienen nada en común, salvo su cercanía en el tiempo, y sólo son citados en un mismo texto, éste, no porque sean comparables sino porque muestran el desarrollo personal y profesional de dos que fueron amigos a lo largo de décadas hasta que uno de ellos traicionó al otro. Por eso esta rencorosa reflexión se titula como se titula.
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La materia, acuosa, repulsiva de la que no me olvido se llama Regino Díaz Redondo. Lo traigo a estas páginas –si me poseyera un ánimo tremendista diría que las ensucio con su nombre– por una casualidad: en el breve término de cuatro días aparecieron en revistas mexicanas sendos textos de dos notorios, por razones encontradas, exdirectores de Excélsior. No tienen nada en común, salvo su cercanía en el tiempo, y sólo son citados en un mismo texto, éste, no porque sean comparables sino porque muestran el desarrollo personal y profesional de dos que fueron amigos a lo largo de décadas hasta que uno de ellos traicionó al otro. Por eso esta rencorosa reflexión se titula como se titula.