viernes, 22 de junio de 2012

Votar para parar la guerra

No es políticamente correcto decir en campaña electoral que tenemos seis años de guerra. Ese tema y el de las víctimas no lo comentan los partidos en los gobiernos, porque se agarran los dedos con la puerta. Pero si alguien de oposición osa mencionarlos, de inmediato sobrevienen los linchamientos mediáticos, por estar lucrando políticamente con tanto asesinato, o la descalificación sumaria de violento a quien menciona la realidad de muerte que vivimos.
 
Sin embargo, nunca habíamos vivido en supuestos tiempos de paz una guerra con tantos daños como la decretada por Felipe Calderón desde diciembre de 2006. Podrá haber diferencias sobre si fueron 60 o 70 mil muertos, pero por ahí anda el nivel. Y, de nuevo, ahí están también los datos de los 230 mil desplazados, tan sólo en el estado de Chihuahua, o los varios miles de desapariciones forzadas, o de los 10 mil negocios cerrados tan sólo en la masacrada Ciudad Juárez.

Lo que pocos han señalado, pero que Hugo Almada, académico, activista social juarense, analiza con lucidez, es que esta guerra calderoniana contra el crimen organizado no es la de un cártel contra otro, ni siquiera, como se nos ha querido hacer entender, una guerra del Estado contra los cárteles. Hugo dice que se trata de una confrontación armada de una fracción del Estado, aliada con ciertos grupos criminales, contra otra fracción del Estado, aliada con los grupos contrarios. Entonces los principales actores armados serían, no los sicarios sino las fuerzas policiacas y militares alineadas con uno u otro bando. Más aún, habría gobernantes –y no de bajo nivel– alineados también con diferentes bandos, lo que explicaría las zonas bajo control de cada uno.

Los ejemplos demostrativos sobran: hay varios municipios del estado de Chihuahua –seguramente sucederá también en otras entidades– donde el crimen organizado controla totalmente la policía municipal. Todo mundo lo sabe, y todo mundo lo teme. No respetan jurisdicciones, y lo mismo actúan en una municipalidad que en otra. Mantienen un control total de quién entra y quién sale: ay del que caiga en sus manos, así sea por una infracción de tránsito inventada por ellos. En los poblados serranos, tanto en Michoacán como en Chihuahua y Durango, los criminales no sólo controlan las fuerzas policiacas; también se han adueñado de los bosques que quedan, y ahuyentan a las autoridades forestales. Talan la pinería a su antojo, sacan la madera sin ninguna traba de inspectores, pues ellos mismos los controlan o los amenazan, y luego incendian los predios. Otro dato: mientras permaneció la Policía Federal en Ciudad Juárez era evidente cómo una parte de ella cometía ilícitos para un grupo criminal y otra parte para otro; por eso los juarenses descansaron cuando los azules dejaron la plaza.

No sólo se trata de una guerra de una fracción del Estado contra otra, sino también se involucra a importantes actores sociales: a todos quienes operan la cadena del lavado de dinero, a quienes operan y se benefician de las negocios lícitos del narco, a quienes conscientemente les brindan servicios. Se trata, como habíamos dicho hace tiempo en estas mismas páginas, de una societas sceleris, de una sociedad de crimen, estructurada e invadida por el delito, efecto de la corrupción, la colusión y las complicidades.

Y, sin embargo, la guerra de Calderón no ha sido contra esta sociedad, contra la alta sociedad del crimen. Ha sido mayoritariamente una guerra contra los jóvenes y una guerra contra los pobres. Ellos son los que más han caído asesinados, quienes más han sido perseguidos, desaparecidos, encarcelados. Ha sido muy fácil aprehender o ultimar chavos de barrio, pero no se ha visto tras las rejas a los grandes operadores de las redes sociales del crimen; a quienes reciben las megaganancias de las actividades criminales.

Ante la sucesión presidencial, el peligro verdadero para la nación es la continuidad de esta sociedad de crimen, de una estrategia guerrerista fracasada. Josefina no ha acreditado ninguna diferencia significativa con las políticas de Calderón; nada hay en su proyecto que rompa con la lógica de enfrentamiento entre fracciones del Estado, nada que hable de su decisión de dejar de criminalizar a los jóvenes y a los pobres. 

Peña Nieto podrá ofrecer lo que quiera, pero por el tipo de aliados que tiene, por el origen oscuro de los millonarios recursos que maneja, por las ligas de varios de los gobernadores y ex gobernadores priístas con la delincuencia organizada, porque lo único original que se le ocurre es invitar como asesor a un general colombiano, es muy claro que dará continuidad no sólo a la estrategia, sino a la societas sceleris, casi patentada por el PRI.

Entonces no queda sino López Obrador. Lo que deja cobijar esperanza en su propuesta es su reiterado no se combate a la violencia con violencia, su compromiso de retirar al Ejército y a la Marina de las calles en un plazo fatal, así como la orientación de sus mejores esfuerzos a atender con programas concretos a los jóvenes y a los pobres. Su insistente llamado y voluntad por serenar al país, comenzando incluso por su propio lenguaje, nos hablan de un compromiso indeclinable por la vía no violenta, con la restauración de la justicia como condición básica de la paz. Y, sobre todo, la prioridad que da al combate ejemplar a la corrupción y a la impunidad, factores claves en la generación de las violencias, nos manifiesta la voluntad política de rescatar a un Estado fracturado, cooptado por los criminales, y unificarlo y fortalecerlo para que proteja y sirva al pueblo.

Por eso, aunque parezca un galimatías o una contradicción, la única forma de empezar a parar la guerra que nos ha asolado por seis años es votar por aquel a quien las guerras sucias tachan de violento: Andrés Manuel López Obrador.

Víctor M. Quintana S.

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