Flavio González Mello entró en la mente de Pedro Lascuráin, el Presidente de más breve desempeño en la historia mexicana. Estaba convenido que cubriría un interinato sólo durante el tiempo necesario para nombrar secretario de Gobernación al general Victoriano Huerta y renunciar en seguida para que el jefe del cuartelazo asumiera el Poder Ejecutivo con todas las de la ley.
La espera de Lascuráin se prolongó porque su jefe no estaba presentable y demoró en llegar para cumplir el rito constitucional. Entretanto, Lascuráin, que era un hombre sensato y no podía engañarse respecto de su papel, padece una metamorfosis que le hace verse a sí mismo como un Presidente apto para quedarse no sólo unos minutos en la silla que, poco después, Zapata y Villa definirían como fuente de hechizos para quienes la ocupaban. El efímero Presidente se sueña dueño de un poder verdadero, y sabedor de que sería más sano para la República que él mismo, y no Huerta, se mantuviera en la principal posición política del país, esperanza de quienes anhelaban la restauración de un orden roto por la pelusa revolucionaria. Mientras se alarga la espera se amontonan en la conciencia del antaño prudente abogado razones que alimentan su ensoñación, de la cual despierta abruptamente cuando es avisado de que el verdadero jefe está en disposición de cumplir el designio que había requerido asesinar al presidente Madero en febrero de 1913.
He recordado la aguda penetración sicológica del dramaturgo González Mello (autor de 1822, el año que fuimos imperio y cuya más reciente obra, Edip en Colofón, está siendo muy aplaudida) en la mente de Lascuráin en la pieza de ese nombre al observar el caso de Rafael Acosta, apodado Juanito, sobrenombre que él mismo utiliza para hablar en tercera persona de la suya propia. Su fragilidad intelectual y emocional lo ha vuelto protagonista no de un drama como el del títere de Huerta, sino un sainete, una pieza del género chico, o para hablar en términos contemporáneos, de un sketch televisivo de dudoso humor, de un programa cómico de pésima calidad.
Pocos recuerdan que Acosta fue un miembro del PRD, que formó parte de los grupos contrarios a Nueva Izquierda y personalmente a la permanencia de Jesús Ortega como cabeza del partido, por lo cual demandó arduamente su renuncia. Un buen día apareció candidato a gobernar Iztapalapa, la delegación más poblada del Distrito Federal y la que mayor presupuesto ejerce, que por grande que sea ha resultado siempre insuficiente para cubrir las necesidades de ese territorio. Fue postulado por el Partido del Trabajo, no sé si porque salió del PRD y se afilió a ese partido urgido de candidatos, o porque en el rejuego de acciones emprendidas por Andrés Manuel López Obrador para fortalecer al PT y a Convergencia le tocó en suerte a Juanito ser candidato de la agrupación encabezada por Alberto Anaya.
Era la suya una candidatura testimonial. Desde que se eligen jefes delegacionales, Iztapalapa ha estado gobernada por el Partido de la Revolución Democrática, más específicamente por su principal corriente, Nueva Izquierda y, más particularmente aún, por René Arce y su familia. De ese control deriva la senaduría que actualmente desempeña Arce y el papel de su hermano Víctor Hugo Círigo, que concluye su periodo como diputado local -cabeza de la IV Legislatura de la Asamblea Legislativa del DF- y está por estrenar, mañana mismo, su nuevo papel como diputado federal.
La lucha por el gobierno de Iztapalapa no iba a dirimirse el 5 de julio, pues el poderío del PRD dejaba en planos secundarios a los partidos que en otros espacios contienden en términos de igualdad con el negriamarillo o lo vencen de plano. En esa delegación el PRI y el PAN se hallaban lejos de competir con alguna posibilidad de triunfo. Con menor esperanza actuaban los candidatos de partidos menores. Alguna encuesta atribuía al candidato del PT apenas un 2 por ciento de la votación.
Pero la disputa por la candidatura perredista se convirtió en guerra intestina. La victoria de Clara Brugada, que supo reunir todos los intereses contrarios a la permanencia de Nueva Izquierda en el poder delegacional, fue objetada por esa corriente, que logró imponer, vía una discutible sentencia del Tribunal Electoral federal, la candidatura de Silvia Oliva, perteneciente en su hora al grupo familiar de Arce.
En auxilio de Clara Brugada acudió Andrés Manuel López Obrador, que armó un complicado mecanismo para revertir el golpe a la mayoría perredista que se había manifestado a favor de ella. Discurrió hacer campaña en favor del candidato del PT y que éste, comprometido en público para hacerlo, renunciaría a fin de que el jefe del Gobierno del DF y la Asamblea Legislativa nombraran suplente a Brugada. Pese a su enorme complejidad (que incluía la paradoja de que Clara hiciera campaña en contra suya, porque cada voto donde apareciera su nombre tachado sería en realidad para Oliva), la operación tuvo un éxito clamoroso: Acosta ganó con 180 mil votos, unos 60 mil más que los de Oliva.
Pero la escasa educación política y la endeble personalidad de Juanito lo hacen creer que él personalmente ganó la contienda, olvida su compromiso y quiere gobernar. Está siendo, además, cultivado a la manera yucateca por algunos medios gozosos de estorbar el propósito de López Obrador. Tienen tan maleable materia prima en Juanito que lo han llevado a la ridiculez de suponerse presidenciable si no en 2012 sí dentro de nueve años.
Cajón de Sastre
Por minutos crece la evidencia del desequilibrio que ha hecho presa de Rafael Acosta, alentado por el amarillismo mediático con sesgo político. Tras de su descarada pretensión de que Clara Brugada compense su renuncia con puestos en la estructura del gobierno delegacional para "su gente", Juanito se declara dispuesto a romper con quienes ingenuamente confiaron en él para ganar la elección del 5 de julio. Y hasta rompería también con el Partido del Trabajo, si éste persiste en su prudente posición de no avalar sus desvaríos. Con todo, formalmente puede efectivamente asumir la posición que las urnas le dieron, y hasta en su condición de jefe delegacional electo acudió ya al curso que el gobierno central de la Ciudad de México ofreció a los 14 delegados que no tienen problema con su elección. Aunque fueran defraudados por Acosta, los seguidores de Clara Brugada deberán abstenerse de violentar la situación en Iztapalapa.
Publicada en el diario Reforma, aportación del correo.
miguelangel@granadoschapa.com