MÉXICO, D.F. (apro).- Como hace seis años, Felipe Calderón recurre a una peculiar ceremonia militar de entrega del poder.
Ante
su incapacidad para asistir al Congreso de la Unión, formal
representante nacional, acordó con Enrique Peña Nieto repetir el acto
castrense de entrega simbólica del poder en la residencia oficial de Los
Pinos.
Hace seis años, en el primer minuto del 1 de diciembre,
Vicente Fox le entregó una bandera nacional en una inédita y breve
ceremonia de sucesión presidencial, ante la incertidumbre que existía
sobre su presencia frente al pleno del Congreso para jurar como
presidente.
El artículo 87 de la Constitución ordena que el
presidente, al tomar posesión de su cargo, protestará ante el Congreso
de la Unión o, si es el caso, ante la Comisión Permanente. Calderón tuvo
que entrar a escondidas para cumplir con ese mandato constitucional.
Fue sacado en vilo porque no podía permanecer frente a un Congreso donde
se resumía la confrontación nacional que representó su designación, en
el tribunal electoral, como presidente de México.
Nunca más se
paró ante la representación nacional. Nunca pudo dar la cara a la
nación. En la lógica democrática y de división plena de poderes, el
titular del Ejecutivo acude cada año a rendir cuentas ante el
Legislativo. Calderón no lo hizo, sencillamente no pudo. Pesada, la
sombra de la ilegitimidad se lo impidió.
Aunque cumplía con la
obligación de informar al Congreso mediante la entrega por escrito de su
respectivo informe de Gobierno, cada septiembre se le tenían que
preparar escenarios ad hoc para dar un mensaje.
La pretendida
ocupación, esta semana, de una vasta zona alrededor del Congreso de la
Unión por parte del Estado Mayor Presidencial, fue también signo de la
ilegitimidad. Calderón quería asegurarse de que nada impidiera, por fin,
su presencia en el Congreso como presidente de la República. Desde una
semana antes ordenó un ofensivo cerco que afectó la vida cotidiana de
miles, si no es que millones de personas.
Ni el presidente democrático más poderoso afecta de esa manera a la población. Sólo el abuso del poder lo permite.
Frustrada la ocupación del Estado Mayor Presidencial y de la Policía Federal, lo único que logró fue el enojo y el recuerdo indeleble de su ilegitimidad, sellada por él mismo con su afrenta del “haiga sido como haiga sido”.
Durante todo su gobierno, el Estado Mayor
Presidencial –ese Ejército dentro del Ejército– lo mantuvo cercado. Así
tenía que ser. No podía actuar más que ante la televisión y en
auditorios cerrados, aunque muchas veces lograron colarse personas que a
gritos o con letreros le recordaron su condición de presidente
ilegítimo.
Con la anunciada ceremonia al primer minuto del sábado,
Calderón no viola la Constitución. No se sabe si además de la bandera
entregará la banda presidencial. Si es así, Peña Nieto podría llegar a
San Lázaro con la banda presidencial y protestar como presidente.
La única certeza es que Felipe Calderón habrá de hacer de su último instante de poder una reafirmación de lo que siempre fue.
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