jueves, 9 de octubre de 2008

¿El pasado como opción?



Lorenzo MEYER

“A apenas ocho años del 2000, la consolidación democrática está fracasando”

La textura de los tiempos.— En el año 2000, y tras una larga etapa de decadencia de su viejo sistema político antidemocrático, México experimentó uno de esos raros y muy estimulantes momentos en que el futuro nacional aparecía preñado de grandes y buenas posibilidades.
La oportunidad colectiva que se abrió hace ocho años fue injustamente desaprovechada al punto que hoy la voluntad ciudadana, desmoralizada, pareciera dispuesta a volver a entregar el mando al partido del ayer, al que nació, se mantuvo y persiste antidemocrático: al PRI, (véase, por ejemplo, la encuesta sobre preferencias electorales para el 2009 publicada por El Universal [6 de octubre]). Así pues, el camino iniciado con entusiasmo hace ocho años pareciera estar dejando de ser la vía hacia un futuro de calidad para convertirse en un mero atajo de vuelta al pasado, al pantano político y moral del que se suponía que ya habíamos salido.
Las consecuencias negativas en nuestra economía de la enorme crisis financiera que ha estallado en Estados Unidos, nuestro principal mercado externo, fuente mayor de inversión externa y destino casi único de nuestros migrantes —con esa potencia efectuamos el 81% de nuestro comercio global, de ahí procede el 61% del total invertido aquí por el exterior y para allá se dirigen alrededor de 400 mil trabajadores mexicanos al año— es sólo el último problema del conjunto de dificultades que hoy ensombrecen nuestro horizonte colectivo.
No es la actual, desde luego, la primera vez en nuestra historia en que escasea el optimismo sobre la cosa pública, pero eso no es consuelo, porque muchos de los males que nos afectan se hubieran podido evitar, o disminuir, si los responsables de conducir al país hubieran actuado con sentido de la responsabilidad, con honradez y hubiera organizado el respaldo social de las mismas.
En su célebre ensayo de 1947 titulado La crisis de México, Daniel Cosío Villegas concluyó que ningún gobernante del México revolucionario había estado a la altura de las circunstancias. Es posible llegar a la misma conclusión respecto del conjunto de responsables de guiar a México desde la posrevolución hasta el día de hoy. Sin embargo, la falta de altura de la clase dirigente y sus efectos negativos se hicieron más graves a partir de las elecciones del 2000, pues con éstas la sociedad mexicana abrió una oportunidad única, la que debió permitir al país dar un gran salto cualitativo pero que finalmente se ha frustrado debido a la mediocridad, irresponsabilidad y pequeñez del nuevo equipo dirigente. En este sentido, la responsabilidad de quienes asumieron el poder al arrancar el siglo XXI es política y moralmente mayor que la de sus antecesores inmediatos, los priístas.
Lo perdido.— La teoría de las transiciones del autoritarismo a la democracia subraya que en las sociedades que viven estos cambios hay un lujo que no se pueden dar so pena de fracasar: perder el tiempo, el impulso y el sentido de la transformación. Una vez lograda la caída del régimen autoritario se debe proceder sin dilación a consolidar lo ganado, a consolidar la democracia. Ese afianzamiento requiere movilizar a la sociedad misma para, por un lado, derribar o modificar las instituciones o prácticas que sirvieron de base e instrumento al régimen que se acaba de derrotar. A la vez, es necesario reforzar o dar vida a instituciones, prácticas, actitudes y proyectos que sostengan el triunfo democrático. Y es aquí donde ha fallado el proceso mexicano.
Lo que no debió haberse hecho.— En vísperas de las elecciones del 2000, las dos grandes fuerzas opositoras —PAN y PRD—, alentadas por quienes deseaban asegurar la oportunidad del cambio, consideraron la posibilidad de un gran frente democrático donde las diferencias entre izquierda y derecha quedaran temporalmente subordinadas a la gran tarea de asegurar una derrota aplastante y definitiva —histórica— del PRI en las urnas y de cara al futuro. Finalmente no hubo grandeza suficiente para ello y una vez en el poder, Fox y los suyos propusieron ¡al PRI de Roberto Madrazo, Elba Esther Gordillo y similares un gran entendimiento para “cogobernar el cambio”! En vez de aprovechar la coyuntura para limpiar la mesa de los muchos retales priístas estos se añadieron a la nueva argamasa que buscaba no consolidar el triunfo de la democracia sino apenas poner al día una coalición de derecha que asegurara lo que a partir del fraude de 1988 resultaba urgente para el PAN y para los grupos de interés que le rodeaban: que no se permitiera a la izquierda partidista asumir la Presidencia a pesar de que ni el proyecto de Cuauhtémoc Cárdenas en 1988 ni el de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) en el 2006 eran revolucionarios, sino apenas reformistas.
Si en esos años se hubiera dejado establecida la regla de que no había ningún veto a la posibilidad de que en un juego electoral limpio pudiera encabezar el proceso político incluso un político con apoyo primordial en las clases populares, entonces se hubiera podido asegurar algo vital: la lealtad e identificación de los mexicanos situados en el fondo de la pirámide social con el régimen y la institucionalidad.
Al buscar Fox el desafuero de AMLO por razones baladíes y al haberle declarado no un adversario político sino un “Mesías tropical”, un “peligro para México”, un equivalente al “extraño enemigo” de la patria al que era obligación combatir, se derribó un puntal del espíritu democrático que apenas empezaba a fraguar: el de la tolerancia. Y ese es un problema grave en sociedades con grandes desigualdades, pues el mensaje implícito es que la exclusión social va irremediablemente unida la exclusión política, que para los menos afortunados no habrá igualdad de oportunidades ni en la competencia económica ni en la política.
Para los que consideraron trampeado el camino de las urnas tras la falla espectacular de los supuestos árbitros imparciales del juego electoral —el IFE y del TEPJF—, se abrió entonces la posibilidad de actuar menos mediante la vía partidista y más por el camino de la creación de los movimientos sociales, lo que significa tener que organizarse para tomar la calle y canalizar sus demandas mediante la desobediencia civil. Ese camino no se hubiera emprendido si el juego electoral hubiese sido percibido como limpio y justo. No fue el caso.
Lo que debió haberse hecho.— La competencia justa abarca mucho más que el campo electoral. El supuesto nuevo orden nacido en el 2000 pronto dejó en claro que no estaba dispuesto a cumplir con la tarea de enfrentarse a los grandes intereses creados. La consolidación de la democracia requiere traducir votos en resultados como un nuevo conjunto de reglas que den contenido al interés mayoritario que, entre otras cosas, demandaba enfrentarse a los monopolios económicos que el viejo autoritarismo había fomentado y tolerado. En la práctica, el PAN prefirió sólo socavar que no reformar a los monopolios de interés público como la CFE y Pemex y sin obligar a las grandes concentraciones monopólicas de capital y poder privados —teléfonos, televisión— a comportarse competitivamente como lo exigen la ley y el credo económico que el panismo dice abanderar.
Por decenios, el PAN consideró al corporativismo priísta uno de los grandes males de la vida política mexicana pero, una vez en el poder, descubrió las virtudes de contar con el apoyo del liderazgo del STPRM y del SNTE sin importar que ello implica no sólo olvidarse de su programa histórico, sino tolerar la corrupción en grande y afectar directamente el interés público en áreas vitales para el desarrollo nacional.
Quienes sustituyeron al PRI en la dirección del Gobierno Federal prometieron honestidad, pero finalmente no tocaron a los “peces gordos” del corporativismo sindical, del tráfico de influencias, de la evasión fiscal o de cualquier otra de las peceras históricas de la corrupción mexicana. Tampoco llamaron a cuentas a los responsables de los grandes crímenes de Estado del pasado y si, en cambio, se han dado, como lo señalara Miguel Angel Granados Chapa al recibir la presea “Belisario Domínguez”, nuevos crímenes del poder público: presos políticos y desaparición de detenidos, entre otros.
El pasado como opción.— Al ambiente económico sin brillo, a la democracia sin espíritu democrático, a la persistencia de la corrupción e impunidad en gran escala, y a la incapacidad institucional para enfrentar a la brutalidad en ascenso del crimen organizado, se le debe añadir la irrelevancia y mezquindad de lo que queda de la opción partidista de izquierda. El resultado es que a sólo ocho años del cambio democrático, el PRI vuelve a ser opción para muchos. ¡Vaya fracaso histórico!

(Sección Editorial)
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