No hay duda que el gran legado de la alternancia al país fue haber elevado al cubo la corrupción de la clase política y de los poderes fácticos. Se crearon enormes vacíos de poder que fueron llenados de la manera más vil, por políticos de nuevo cuño sólo interesados en seguir una carrera que los enriqueciera rápidamente. Sobran ejemplos de tal afirmación, sólo basta ver cómo cambió la vida para muchos gobernadores y sus familiares cercanos, antes en niveles económicos que no rebasaban la medianía, actualmente señores potentados con inversiones en diferentes sectores, sobre todo en el de servicios.
Hasta los propios priístas, alarmados por los excesos en que incurrió la burocracia dorada en los últimos doce años, están convencidos de la necesidad de frenar las ambiciones de sus cuadros, por eso planean crear una comisión nacional anticorrupción. No lo hacen con la finalidad de acabar con el flagelo, sino únicamente con el de evitar excesos que los malquistaran con la ciudadanía, cuando menos los dos o tres primeros años del sexenio, en el caso de que llegaran nuevamente a Los Pinos, “haiga sido como haiga sido”.
Saben que la prioridad para ellos es sacar las dichosas reformas estructurales, con las que asegurarían el apoyo de los grandes centros de poder trasnacional y el aplauso de la oligarquía, así como la firmeza de una alianza estratégica con el PAN, cuyos dirigentes estarán muy atentos a que los priístas “no se rajen”, posibilidad que advirtieron los voceros del partido blanquiazul, Juan Molinar Horcasitas y Juan Manuel Oliva, en la reunión que tuvo la dirigencia con la bancada panista de la 62 legislatura. Ambos coincidieron en señalar que ven riesgos de que el PRI, por razones tácticas, le saque al bulto a las reformas laboral y hacendaria, con el incremento generalizado al IVA, incluyendo alimentos y medicinas.
Vemos así que para el PAN no significó un problema irresoluble su salida de Los Pinos, pues sabe que ahora los priístas harán el trabajo sucio necesario para que la oligarquía siga beneficiándose. Para los panistas es mejor estar en la retaguardia, con el fin de que sean los priístas quienes reciban los golpes y se desgasten en el ejercicio del poder. Sobre todo cuando quedó demostrado que México cuenta con una amplia capa social dispuesta a evitar que el país sea totalmente carcomido por la gangrena de la corrupción, como lo evidenciaron los más de 15 millones de votos libremente emitidos por un electorado convencido de que aún hay posibilidades de salvar al país de una catástrofe irreparable.
Este gran número de votantes, que seguramente pudo haber sido mucho más si el Movimiento Progresista hubiera tenido representantes en las zonas rurales, donde el PRI hizo lo que quiso en las urnas, patentiza la confianza de amplios sectores de la sociedad en que los cambios que requiere la nación se den de manera pacífica. El pueblo así estaba confirmando que rechaza el camino de la violencia. Cabe puntualizar que tal convencimiento no equivale a una resignación fatalista a que la realidad nacional siga siendo absolutamente desfavorable a las clases mayoritarias. La experiencia histórica nos enseña que siempre hay un límite a la paciencia ante los constantes abusos de los grupos en el poder.
Que se puede llegar a ese límite no hay duda, pero no porque así lo quiera la izquierda, sino porque la sociedad agraviada se da cuenta de que mantenerse impávidos ante las humillaciones es contraproducente. Sólo queda esperar que lo entienda la oligarquía y no quiera excederse en sus abusos, de por sí muy indignantes, pues llegaría el momento en que el pueblo sacaría las uñas. De ahí el imperativo de que, como un paso importante en la dirección correcta, el Tribunal Electoral anule una elección ilegal y sea nombrado un presidente interino. Lo prioritario en este momento es calmar las aguas políticas, lo que sólo podrá lograrse respetando la voluntad de quienes votaron convencidos de un cambio democrático. Los votos para la derecha fueron comprados, al menos una gran mayoría, por eso no debe preocupar una reacción inexistente.
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