“En México se respiran aires de cambio”: Enrique Peña Nieto (Diario El Tiempo, Colombia, 17 de septiembre de 2012)
Paradójico mensaje manda México al extranjero: somos uno de los países más violentos del mundo y también de los más felices.
El Instituto para la Economía y la Paz, que cada año publica su análisis “Índice de Paz Global”, ubica a México entre las naciones con menos tranquilidad en el mundo, colocándolo en el lugar 130 de una lista de 157 naciones.
De manera contrastante, el organismo News Economics Foundation posicionó a México en el número 22 de entre los países más felices del mundo. El estudio evalúa las condiciones de vida de 151 naciones. De acuerdo con esta fundación, el 6.8 por ciento de los mexicanos reflejaron sentirse en una condición de bienestar.
Ambos indicadores son una fotografía del ambiente contradictorio que vive el país, donde un mismo día pueden aparecer cadáveres deshumanizados por los cárteles de la droga y miles festejan en las calles el campeonato mundial de futbol olímpico.
“Cada quien habla de cómo le va en la feria”, cita el dicho popular. Y vaya que hay sabiduría en esta frase. ¿Es México un país feliz? La madre que jamás volvió a ver a su hijo secuestrado diría que no, que es lo más cercano al más maldito de los infiernos. Los miles de jóvenes que tocan incesantemente las puertas de una universidad pública concluirán que es la nación de un futuro carente de esperanza. Rosario Robles y el grupo compacto de transición que acompaña a Enrique Peña Nieto expresarán que sí, que “en México se respiran aires de cambio”.
Es un país difuminado por la disparidad. Anteriormente los ensayistas intentaban cohesionar a la sociedad mexicana en un manto cubierto por cierta identidad común: vírgenes de Guadalupe, Pedros Infantes y sábados de futbol. Hoy no estamos más unidos que por un mapa geográfico.
Las ciudades son un buen indicador de estas desemejanzas. En unos puntos son una estampa desoladora: nudos de cables que rodean mugrientas fachadas. Limosneros con el rostro roto deambulando entre un tráfico agotador. Asientos de transporte público que atentan contra la columna vertebral. Calles desiertas apropiadas por el crimen organizado. Y hay, también, metrópolis rebosantes de modernidad. Limpias, con fuentes de agua chispeando el aire. Con parques y museos, hermosos restaurantes y carriles para ciclistas.
La sociedad está igualmente salpicada de ensimismamiento. Ahí están los activistas cibernéticos desaparecidos por las fuerzas del poder. Los jóvenes que volvieron una pesadilla la campaña de Peña Nieto. Y también la clase media con tantas deudas como déficit de tiempo. En esta nación convive el más cínico burócrata y aquél religioso comprometido que da de comer al hambriento.
En una comida familiar alguien puede crucificar a los activistas y reducirlos a “revoltosos” y otro más daría su vida por defender a López Obrador. La noche del sábado puede paralizar a los amantes del box o llenar un inmenso foro de admiradores de una banda de rock. En el Distrito Federal las zonas de bares llegan a estar atiborradas de jóvenes y en Monterrey no hay quien salga de casa, paralizado de miedo.
Sin embargo, los datos duros no mienten: somos un país violento y feliz. Algunos prefieren ignorarlo, pero el crimen organizado ahí está, impertérrito, con la espada afilada en espera de su próxima decapitación. Y también ahí está la esperanza, tal vez resquicio de la católica resignación. El clásico e impreciso “sí se puede”, la omnipotente fuerza de voluntad, las cifras alegres, el optimismo irreal.
Por más cabezas regadas en el asfalto, no ha habido un Día de la Independencia que se haya dejado de festejar. A pesar de la crisis económica, los mariachis no dejan Garibaldi. Por más balaceras que ronden sus puertas, los table-dance permanecen abiertos para los asalariados oficinistas. Siempre hay una nueva tienda Converse con más modelos para jóvenes desempleados. La economía no crece para la clase trabajadora pero los despachos inmobiliarios siempre construyen rascacielos imponentes en las zonas residenciales. Hay regiones del país más pobres que las más miserables de África y también lujosos gimnasios atiborrados de deportistas que gastan tres mil pesos en un par de tenis.
Mientras un grupo de tuiteros convoca a boicotear alguna trasnacional, otro más trabaja a sueldo para defender al presidente electo. No hemos dejado de ser el México prehispánico dividido en tribus enfrentadas, presa fácil de la rapiña.
¿Es México violento y feliz? La respuesta a lo primero es un inobjetable sí. Hasta la familia más equipada de guardaespaldas puede caer en las garras de un grupo delincuencial; la contestación a lo segundo es más divergente. Es un buen país para algunos, y una película de terror para otros.
Aunque una mayoría refleje sentirse bien, un país con el grado de pobreza del nuestro no puede ser feliz. Una nación que permite que a sus ciudadanos los desaparezcan como en un cruel acto de magia no puede estar bien. Tampoco donde la mayoría de los votantes detesta a sus abusivos gobernantes y donde el más corrupto de los políticos restriega su impunidad en la televisión.
Tal vez somos una nación donde por más pesadillas que soñemos, siempre guardamos la esperanza de un día dormir en paz. Como sea, valdría la pena replantear nuestro concepto de felicidad colectiva. Si seguimos actuando como islas, no estará lejos el día en que el mar nos cubra a todos.
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