Rolando Cordera Campos
El 2 de octubre nos
pone enfrente nuevos o rescatados recuerdos, vivencias compartidas y
apropiaciones irremediables. Un protagonismo de la memoria, hecho con
cargo a la memoria de cada quien, se asoma al menor descuido y la
coincidencia en el miedo y el dolor no elimina ni puede dar lugar a que
se soslayen las mil y una formas en que los que sobrevivimos traemos al
presente aquella terrible circunstancia.
El relato de Enrique Sánchez Rebolledo sobre esos acontecimientos, a
quien dedico este artículo, dado a conocer el jueves en estas páginas
por su hermano Adolfo, me llevó a un torbellino memorioso que, como
propone el corrido, casi me alevantó. La precisión y concisión de que
hizo gala Quique al rememorar esos terribles momentos que, para
él, se prolongaban sin clemencia al pie de la iglesia, fueron para
otros segundos vitales para cruzar el pelotón de militares con el fusil
providencialmente embrazado, como ocurrió con mis amigos Eduardo y Pablo
Pascual o, como fue mi caso y el de Andrea Huerta, minutos y horas
pecho a tierra al pie del edificio Chihuahua o en un apartamento donde
nos dieron refugio unos generosos damnificados de las inundaciones de
San Juan de Aragón, para después dejar el complejo guiados y protegidos
por una abnegada vecina de la unidad. Hasta aquí, cada quien su
Tlatelolco.
Si algo unifica la imposibilidad del olvido es la conciencia del
abuso de poder convertido, sin mediaciones, en crimen de Estado. El
horror frente a la muerte de inocentes desarmados, una tarde apacible en
la que privaba una cierta sonrisa por haber regresado a la calle y la
plaza, después de la invasión militar de CU y los enfrentamientos
sangrientos en el Casco de Santo Tomás, se volvió furia y ruido contra
un presidente incapaz de respetar la propia legalidad de su Estado y
dispuesto a matar.
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