Una reforma laboral en México debía revisar al menos cuatro aspectos: uno, la llamada flexibilidad laboral, que es la que más interesa a los empresarios; dos, la democracia sindical, vital para acabar con el nocivo corporativismo; tres, las garantías mínimas para el cumplimiento de los convenios internacionales aceptados por México, entre los que se encuentran los relacionados con la Organización Internacional del Trabajo; y cuatro, el sistema de justicia laboral.
La iniciativa de reforma enviada por el presidente Felipe Calderón se concentraba en los primeros tres, pues el cuarto, aunque afirmaba hacerlo, en realidad evadía el asunto principal, que sería trasladar la responsabilidad de la justicia laboral al ámbito del Poder Judicial, con lo cual se acabaría con las Juntas de Conciliación y Arbitraje, sometidas al Poder Ejecutivo y a las cúpulas empresariales y sindicales.
Sobre el tercer punto, es decir, apegar las disposiciones legales mexicanas a las acordadas en los convenios internacionales, Thomas Wissing, director de la OIT para México y Cuba, manifestó que la iniciativa tenía bondades, pero que eran limitadas y podrían ampliarse. Y este, el tercero, fue el aspecto menos discutido entre los diputados.
Los partidos del Frente Legislativo Progresista (PRD, PT y MC), los sindicatos democráticos (hoy prácticamente en extinción) y los abogados laboralistas progresistas centraron sus objeciones principalmente en la flexibilización de las condiciones laborales, pues la iniciativa calderonista prácticamente atendía todas las demandas empresariales, a costa de desproteger a los trabajadores.
Por su parte, el PRI y los sindicatos tradicionalmente ligados a dicho partido no se proponían transformar la vida sindical, con el argumento de que eso sería violentar la autonomía de dichas organizaciones.
De acuerdo con las discusiones y votaciones en la Cámara de Diputados, todo parece indicar que los trabajadores son los grandes perdedores de esta reforma, pues lo que finalmente se aprobó va en detrimento de sus condiciones laborales; y lo que se rechazó o modificó es lo poco que podría beneficiarlos, como sería garantizar su derecho a la información sobre el manejo de las cuentas de las organizaciones sindicales y el voto libre y secreto para la elección de sus dirigentes.
Así, la mezcla de omisiones, tibiezas, rechazos y concesiones opera totalmente a favor de los empresarios y los dirigentes sindicales. Los pocos avances son, como señaló la OIT, limitados e insuficientes, en virtud de que nadie se preocupó por que al menos en lo relacionado con el trabajo infantil, la igualdad de género, el trabajo doméstico, la maternidad y el denominado trabajo decente la legislación mexicana se adecuara plenamente a lo establecido en los convenios de la OIT.
Wissing precisó algunas de estas tibiezas, particularmente en relación con el trabajo infantil. Apuntó que aunque se introduce el término de “trabajo infantil peligroso”, se establecen diferencias entre menores de 16 y menores de 18 años, pudiendo haber elevado todas las prohibiciones a los 18 años. Y en el caso del trabajo doméstico, donde se dispone el descanso nocturno de nueve horas y diurno de tres horas, señaló que implícitamente se plantean horarios laborales de 12 horas.
Pero lo más perjudicial para los trabajadores es la mezcla de concesiones, rechazos y omisiones. Así, los matices priistas para supuestamente disminuir el grado de discrecionalidad de los patrones en la aplicación de las nuevas normas nada previeron ante la inoperancia de las autoridades laborales, la ausencia de avances en materia de justicia laboral y la perpetuación de los cacicazgos sindicales. De nada sirve involucrar a las Comisiones y a las Juntas para decidir sobre las nuevas formas de contratación, pues éstas permanecen bajo el control del Ejecutivo, las cúpulas empresariales y los viejos líderes sindicales. De este modo, las enmiendas de los diputados tricolores fueron simplemente decorativas.
Lo mismo sucede con el pago de salarios caídos de un año como máximo y con los requisitos inalcanzables para disputar la titularidad de los contratos colectivos, donde las nuevas disposiciones atentan contra los derechos de los trabajadores y favorecen los intereses de los empresarios. En el segundo caso, es evidente que el rechazo de los tricolores a todas las reformas relacionadas con la vida interna de los sindicatos, la perpetuación de las Juntas bajo la jurisdicción del Poder Ejecutivo y las prácticas patronales conducen a la multiplicación de los contratos de protección.
En los hechos la reforma laboral simplemente legaliza todas las prácticas que desde hace un buen tiempo se han aplicado en las relaciones obrero-patronales con la complacencia de las autoridades, como la subcontratación y los diversos tipos de contratos; e incorpora algunas de las disposiciones que ya eran aplicables mediante una interpretación amplia de las últimas reformas constitucionales y sentencias del Pleno de la Suprema Corte de Justicia en materia de derechos humanos.
Si gobierno y empresarios perciben la flexibilización laboral como indispensable para impulsar el crecimiento económico y la generación de empleos, los trabajadores tienen más urgencia de que se modifiquen totalmente el sistema de justicia laboral y las normas que rigen la vida interna de los sindicatos.
Es absolutamente injustificable mantener un sistema de justicia laboral sustentado en órganos tripartitos (gobierno, empresarios y trabajadores) construidos bajo la lógica de un régimen autoritario soportado por el corporativismo. Hoy es indispensable construir un nuevo sistema basado en jueces imparciales ubicados dentro del Poder Judicial.
También es absurdo que, para evitar la aprobación de nuevas normas que regulen la vida sindical, se pretexte que el Estado no debe reglamentar las relaciones entre particulares. Es absurdo por dos razones: primera, porque el tema tiene que ver con dos derechos fundamentales (el derecho al trabajo y el derecho a una vida digna) y, por lo tanto, el Estado debe tutelarlos; y, segunda, porque una de las funciones del Estado es precisamente establecer las reglas para la relación entre los distintos actores de la sociedad, como lo hace al determinar un salario mínimo o al fijar los requisitos mínimos que debe cumplir un contrato entre particulares para tener validez jurídica.
Pero la reforma laboral simplemente adecua la legislación a los requerimientos del modelo neoliberal vigente en detrimento de los derechos de los trabajadores. Nuevamente prevalecen los intereses de los grupos dominantes (políticos, económicos y sindicales) sobre los de las mayorías trabajadoras.