domingo, 26 de julio de 2009

La virtud en tiempos del calderonismo

Alejandro Páez Varela

Es sorprendente cómo Felipe Calderón reforzó el aislamiento con el que llegó a Los Pinos. Por la inercia, este cerco fortificado a su vez acentuó un rasgo adicional: la intolerancia. Así como la demolición de Ciudad Juárez será la marca de su sexenio —y no su ciudad natal, Morelia, como sucedía en otras presidencias—, su empeño por derribar puentes, imponerse como un reto y “gobernar en familia” terminarán por definir el calderonismo. Recordemos que el mandatario empezará a verse acotado: este diciembre cumple medio periodo; y es entonces cuando toda administración federal alcanza la cúspide. Y luego viene, inevitablemente, la pérdida gradual de poder. La noción de esta pérdida obliga a los manotazos. Y los manotazos son la manifestación pura de la intolerancia.

Piense en la vida nacional, y verá hacia dónde transita el calderonismo: quien se opone a que César Nava sea nombrado desde Los Pinos dirigente nacional del PAN se opone al Presidente. Quien cuestiona la estrategia contra el crimen organizado quiere drogarse o es drogadicto; ser compadre de los narcotraficantes o salir con ellos a pasear; ser cómplice de alguno de sus cárteles, o peor aún: actúa en contra del Ejército, institución de los mexicanos respetada por sí misma. Quien cuestiona las fallidas políticas públicas contra la pobreza, el desempleo o el campo es un opositor del progreso. Quienes, desde las tribunas de discusión por excelencia, el Senado o la Cámara de Diputados, no dan su voto a las iniciativas que se impulsan desde “arriba” están en “contra de México”: en contra de que tenga seguridad, de que proteja sus recursos energéticos, de que recaude más, etcétera, y tres sic seguidos.

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