Por Porfirio Muñoz Ledo
La yunquisición
El oscurantismo obedece reglas inmutables. Opuesto en el origen a que se difundiese el conocimiento entre la gente, proscribe el debate de las ideas, sataniza al adversario y sostiene sobre la ignorancia el edificio jerárquico. Reacciona frente a lo desconocido con lapidaciones verbales y suele conjurar sus fantasmas por la liquidación física.
En el aniversario del dos de octubre, convendría revisar los coléricos denuestos que el poder sembró entonces para configurar la “desestabilización del régimen”. Los macartistas de hoy podrían inspirar también sus voraces plumas en la verba sagrada de la Inquisición, cuyos crímenes mayores están llegando a su bicentenario.
Podrían revisar la mampara de la exposición conmemorativa que recoge algunos calificativos endilgados a Miguel Hidalgo: “monstruo fabuloso”, “insigne facineroso”, “príncipe de los malditos”, “frenético delirante”, “desnaturalizado”, “ministro de Satanás”, “sedicioso diabólico”, “hereje formal”, “exsacerdote, excristiano, examericano y exhombre”.
Las expresiones son dignas de la imaginería medioeval: “capataz de salteadores y asesinos”, “injerto de animales dañinos”, “libertino de ciencia pagana”, “perverso de soberbia luciferina”, “blasfemo engañado por el espíritu maligno”, “caribe idólatra que con sangre humana se saborea”. Seguidas de éste catálogo de congéneres: “escolástico sombrío, émulo de Voltaire”; “Anticristo, semejante a Luzbel, Adán, Mahoma y Napoleón”.
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