Carlos Martínez García
Como las autoridades gubernamentales lo permiten, un grupo de intolerantes en Ixmiquilpan, Hidalgo, impuso de nueva cuenta su cerrazón. La mayoría católica del lugar prohibió que el cuerpo de la indígena evangélica Otilia Corona Chávez, fallecida hace cuatro días tras una penosa enfermedad terminal, fuera sepultado en el panteón local.
La causa inmediata de la tajante negativa de los católicos fue que los protestantes cometieron el “delito” de gestionar tiempo atrás la edificación de un templo pentecostal. Pero como da cuenta la nota informativa de La Jornada de ayer, el abogado de los evangélicos, Guillermo Cano, recordó que “los católicos [rechazan] obcecadamente la coexistencia, pues no es la primera vez que se muestran intolerantes y antes ya impidieron enterrar a Jerónima Corona y Rosa Galindo, entre otros pobladores finados de distinta religión”. El asunto tiene antecedentes, y sucesivos gobiernos de Hidalgo han dejado de cumplir su función de garante de la libertad de creencias.
El resurgimiento de la intolerancia en Ixmiquilpan, al igual que en 2005, es resultado en gran medida de la incapacidad y negligencia de las autoridades federales y estatales que, con el pretexto de buscar soluciones consensuadas entre las partes, en los hechos favorecieron a quienes se oponen a la diversificación religiosa que avanza entre la población. En abril de 2001 el entonces delegado municipal, Heriberto Lugo González, prohíbe la sepultura de un difunto protestante en el cementerio del barrio San Nicolás. Lo hace porque “sus parientes (del fallecido) practican una religión diferente a la de la mayoría, que es católica”. Se intensifican los hostigamientos contra integrantes de la Iglesia cristiana independiente Bethel, cerca de 300, que durante varios días sufren cortes en el suministro de agua potable y quema de cultivos, y se quedan sin servicio de electricidad. Ante la avalancha en su contra, los evangélicos aceptan –¿tenían otra opción?– la exigencia de no usar el cementerio del pueblo.
En aquel año un grupo de los acosados se refugia en un templo evangélico de la ciudad de México. Entonces tuve la oportunidad de entrevistarlos; mostraron disposición a dar la batalla legal. Demandaban que la Subsecretaría de Asuntos Religiosos federal hiciese valer las leyes sobre libertad y ejercicio de creencias. Además, aclaraban, su lid era por que se les reconociera que el asunto era de carácter religioso, y no, como se empeñaban en presentarlo funcionarios federales y estatales, una cuestión ejidal y de derechos sobre la propiedad de algunos terrenos.
Sin duda el tópico tenía repercusiones políticas y económicas, pero el factor desencadenante de todo fue la disidencia religiosa de la minoría evangélica. Ésta, al rehusar participar en tareas y actos estrechamente ligados al santoral y la identidad católicos, confrontó el estrecho vínculo existente entre las preferencias religiosas del pueblo –y autoridades del lugar– con los cargos políticos ocupados por celosos guardianes de esas preferencias, católicos por supuesto.
En octubre de 2005, encabezados por el delegado de gobierno en el barrio San Nicolás, Pablo Beltrán, un grupo de intransigentes decide bloquear los caminos que conducen a un terreno en el que los evangélicos tenían la intención de construir un templo. Beltrán anuncia que el lugar iba a ser confiscado y repartido entre quienes tenían menos tierras.
En una asamblea comunitaria, muy poco representativa, ya que asiste apenas 10 por ciento de la población, se emplaza a los evangélicos para que salgan de Ixmiquilpan en la primera semana de noviembre. Les advierten que si no obedecen la medida serían detenidos y colgados. A diferencia de otros sacerdotes católicos que defienden las creencias tradicionales del pueblo, el párroco del lugar se pronuncia claramente por que se respeten los derechos de la minoría evangélica. Beltrán y sus seguidores no le hacen caso.
Ahora, al igual que en 2001 y 2005, los enviados del gobierno de Hidalgo actúan como sus predecesores en esos años. Alberto Rosales Osorio, de Asuntos Religiosos, y el subsecretario de Gobierno en la región, Martín Quezada, se limitaron a buscar la conciliación entre los intolerantes y los agredidos. De entrada partieron de una base errónea, porque su función no es hacer exhortos ni fomentar negociaciones donde lo que hay es una flagrante violación de las leyes por parte de los agresores. Fracasaron rotundamente y los protestantes debieron sepultar el cadáver de Otilia Corona en el patio de la que fue su casa. Sin embargo, para los funcionarios gubernamentales eso no significó una derrota del Estado de derecho.
En el asunto, ¿qué han hecho en la Subsecretaría de Población, Migración y Asuntos Religiosos federal? Parece que la titular de la dependencia, la muy católica e integrista Ana Teresa Aranda Orozco, anda muy ocupada en convites y celebraciones navideñas como para darle tiempo a una cuestión tal vez para ella menor. Si en las oficinas federales y del estado de Hidalgo que tienen a su cargo resolver flagrantes ataques a la laicidad del Estado creen que con llamados a la tolerancia se van a moderar los intolerantes de Ixmiquilpan (ocho años de ataques a los derechos humanos en el lugar muestran que los exhortos no funcionan), entonces su vocación, así parece, está más por el lado de convertirse en pacíficos predicadores de la armonía social. Están muy lejos de cumplir como servidores públicos que garantizan el libre ejercicio de los derechos de la ciudadanía.