Pedro Miguel
El PRI se apresta a
sentar a Enrique Peña Nieto en la silla que ocupaba su correligionario
Gustavo Díaz Ordaz hace 44 años, cuando el régimen ordenó el asesinato
de cientos de personas en la Plaza de las Tres Culturas y desencadenó,
en los días posteriores, una represión implacable contra miles de
disidentes políticos. De no ser por ese dato de trasfondo, tal vez la
conmemoración de este 2 de octubre no se distinguiría mucho de las
anteriores.
La situación se ha comparado, de manera equívoca, con un inverosímil
retorno al Kremlin del Partido Comunista de la Unión Soviética. De
manera equívoca, porque si bien la facción burocrático-mafiosa que se
hizo con el poder en Rusia tras la desaparición de la Unión Soviética
recicló a muchos de los cuadros gobernantes, la estructura del Estado
fue lisa y llanamente desmantelada. En México, en cambio, entre 1988 y
1994 la institucionalidad política fue sometida a un reajuste mayor que
le ha garantizado la pervivencia hasta nuestros días.
No está de más recordar dos de los rasgos más característicos de ese
reajuste: por un lado, la reducción del poder de las cúpulas sectoriales
priístas (CTM, CNC, CNOP) a mecanismos clientelares más ágiles y, sobre
todo, bajo el mando presidencial directo, de los que el ejemplo más
claro es Solidaridad –Pronasol– Oportunidades; por el otro, la
conversión del régimen monopartidista en un sistema bipartidista
articulado por el acuerdo en torno al modelo neoliberal.
El verdadero equivalente mexicano del Pacto de la Moncloa –ese que permitió, paradójicamente, que todo en España quedara
atado, y bien atado– fue acordado en el sexenio de Salinas entre el viejo aparato priísta, el panismo emergente y las cúpulas empresariales, y desde entonces ha marcado los rumbos y los límites del ejercicio del poder público.
Uno de los puntos centrales de ese pacto es la preservación
transexenal de la impunidad. Por eso los gobiernos panistas no se
tomaron la molestia de procurar justicia para los crímenes de lesa
humanidad cometidos desde el poder hoy hace 44 años y por eso el
calderonato se apresuró a gestionar la impunidad para Ernesto Zedillo,
acusado por su responsabilidad política en la masacre de Acteal, y desde
luego es impensable que Peña Nieto permita, en caso de que logre tomar
posesión, llevar a Calderón a los tribunales para que responda por su
decisión de llevar al país a una sangrienta y delirante guerra interna.
Resulta, entonces, sumamente impreciso hablar de una
restauración priísta en 2012, porque en estos 12 años el PRI no ha
abandonado el poder político formal y los poderes fácticos no han
abandonado al PRI. Ahora bien: por más que el sistema se haya preservado
casi intacto, y por mucho que Peña Nieto se parezca a su abuelo
político Díaz Ordaz, el 2 de octubre de 2012 no tiene nada que ver con
esa misma fecha de 1968. Si por ellos fuera, cada primero de septiembre
los priístas seguirían bañando en confeti a un asesino con investidura y
aquí no habría pasado nada.
Pero en estas cuatro décadas la sociedad sí ha experimentado y ha
impulsado transformaciones profundas y radicales. Numerosas gestas
políticas, sindicales, campesinas, indígenas, estudiantiles y de género
han fraguado en organizaciones, en conciencia cívica y en actitudes
ciudadanas y sociales rebeldes y respondonas. Por más que no haya podido
evitar la distorsión de su propia voluntad en la elección del 1º de
julio, esa sociedad es, en cambio, un obstáculo insalvable para que una
nueva presidencia priísta pudiera echar mano de las viejas prácticas
represivas de su pasado, sea la masacre diazordacista en una plaza
pública, la guerra sucia de Echeverría y López Portillo, los asesinatos
selectivos del salinato o las masacres campesinas perpetradas en el
gobierno de Zedillo.
Aun con esas grandes diferencias el descendiente mexiquense tiene que
agradecerle al ancestro poblano algunos huecos en las movilizaciones de
hoy porque, de no haber sido por Díaz Ordaz, muchos de los jóvenes
muertos en Tlatelolco estarían marchando, así fuera viejos y cansados,
hombro con hombro con los chavos insumisos del presente, y esas
ausencias duelen y el crimen no se olvida.
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