Epigmenio Ibarra.
Mal comenzó Felipe de Jesús Calderón
Hinojosa el sexenio. Luego de hacer trampa y burlar la voluntad popular,
entró a su “mandato” casi a golpes, por la puerta de atrás. Peor lo
termina. En un país erizado de fusiles, entre decapitados, asesinados y desaparecidos.
La de por sí desacreditada institución
presidencial ha quedado, luego de su paso por Los Pinos, por completo
demolida; el país herido, el futuro democrático cancelado.
El “Presidente de la República” es hoy, si acaso, un vicepresidente corporativo del duopolio televisivo, un servidor de bajo rango de Washington para el que libra una guerra por encargo en la que los norteamericanos ponen las armas y los dólares y nosotros los muertos.
Canceladas también, como resultado de la
guerra sangrienta y sin perspectiva alguna de victoria y el
desmembramiento del tejido social que ésta produce inevitablemente, han
quedado la memoria y la conciencia de enormes capas de la población.
La perniciosa combinación entre las
arengas patrióticas, el bombardeo propagandístico incesante de la tv y
el miedo han hecho que millones de personas, empezando por el propio
Calderón, hayan dejado de respetar la vida como valor supremo.
Fácil resulta para un “general”, de esos
de disfraz como Calderón, que nunca ha pisado el terreno de combate,
que jamás ha escuchado un tiro, enarbolar, desde su oficina blindada,
una bandera manchada por la sangre de otros y condenar a los jóvenes de este país a matar y morir.
A jóvenes a los que no se ofrece más
oportunidad que tomar un fusil o emigrar al norte. Jóvenes a los que no
se brindan ni educación ni oportunidades de empleo. Por los que no se
lucha contra el narco; a los que de hecho, abandonándolos como se les abandona, se les entrega a los criminales. Jóvenes carne de cañón.
Del “se matan entre ellos” y los “daños
colaterales”, con los que con tanta ligereza se extiende desde el
gobierno de Calderón patente de corso a los capos, hemos transitado al clamor por la mano dura, a la pérdida de la capacidad de asombro ante el horror y la barbarie.
Masacres, decapitados, desaparecidos,
desplazados parecen haber dejado de preocuparnos. Solo si la guerra nos
toca pensamos en ella; la condenamos, exigimos su fin.
Frágil la memoria colectiva olvida
crímenes de Estado como el de la guardería ABC. 49 niños muertos, más de
70 heridos y que sufrirán secuelas toda su vida, no provocaron que la
indignación pusiera en jaque al gobierno. Al de la subrogación de
servicios que el Estado está obligado a prestar a los trabajadores. Al
del nepotismo y la corrupción. Al de la insensibilidad ante el dolor de las madres y los padres de esos bebés que no debieron morir.
Entre nosotros imperan hoy, fomentados
desde el poder, multiplicados por la tv, el miedo y el odio, las dos
caras de una misma moneda. Se teme y se odia hoy a la
diferencia, a quien no olvida, a quien se opone, a quien critica al
gobierno, a su guerra, al modelo económico, a la alianza entre el PRI y el PAN que tanto daño han hecho al país.
Hay una urgencia irracional de olvido,
calma y seguridad a cualquier costo. Se quiere la paz a balazos. En los
hechos se ha validado la pena de muerte; los homicidios no se
investigan; muchos ni siquiera se registran y por todos lados surgen
voces que incitan al linchamiento y reproducen el discurso contra la
vida de Calderón Hinojosa.
Por la “unidad nacional” claman,
histéricos, muchos opinadores. La vieja consigna fascista, bandera de
lucha de Calderón, esgrimida para legitimar crímenes de todo tipo
cometidos desde y por el poder, hoy es usada por los que justifican la
nueva imposición.
La venganza ha desplazado a la
justicia, que a punta de impunidad y corrupción, no era, sobre todo para
los desposeídos, más que una quimera y de la que hoy apenas quedan rastros.
Esto nos deja Calderón y a consecuencia
de esto, de la ceguera, de la desaparición de la conciencia y la
memoria, del miedo nos deja también a Peña Nieto. Es la imposición del priista parte del legado del panista. Para eso trabajó. Para eso sirvió su labor de zapa de instituciones y conciencias.
Al michoacano lo impusieron con trampas
los poderes fácticos. Al de Atlacomulco, esos mismos poderes le
compraron la presidencia. Hermanados por el fraude, estos dos personajes
habrán de intercambiar, el primero de diciembre, una banda presidencial
y un cargo que ninguno ganó a la buena.
Trabajó siempre Calderón, como lo hizo
antes Fox, de la mano del PRI. Para la restauración del régimen
autoritario gobernaron ambos. De ese régimen hicieron suyos usos y
costumbres. Con ese partido que prometieron sacar a patadas de Los Pinos
se repartieron el botín.
Hoy, a cambio de impunidad y protección,
le devuelven la silla presidencial. Solo la labor de zapa de
instituciones y conciencias que se ha producido en estos 12 años de
“gobiernos panistas” explica esta lamentable rendición ciudadana ante
los mismos que, por décadas, nos reprimieron y saquearon.
Eso nos deja Felipe Calderón; un México herido y avergonzado que no festeja la supuesta victoria de Peña Nieto. Un México obligado a recuperar memoria y conciencia, a deshacerse del miedo, a darle, de nuevo, sentido a la vida, a recuperar la paz con justicia, dignidad y democracia.
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